La muerte, siempre presente en el día de todos los santos, se muestra esquiva ahora más que nunca, cuando nos prometíamos fallecer por estadística y expectativa de vida, arpando al tiempo aquilatar el ensueño de ser eternos. Pero va a ser que no, que volvemos a anteriores fechas de caducidad.
Velas flotando en agua y aceite alumbran aún hoy imágenes de seres queridos. Flores por testigo, somos cultura de entierro y sepultura levantada en cementerios cerámicos que nos recuerdan que las almas aguardan. Pero esa no es la finalidad de un campo santo, cualquier lápida es el equivalente a una identidad que se acredita con un nombre y restos que se conservan en su interior. El sentido de pertenencia se justifica en el fuero interno de cada quien.
El peregrinaje a los campos santos es la interiorización de quien añora a sus seres queridos, siendo indistinto una visita a un magno panteón como al bosque columbario en el que reposan las cenizas del bien amado. Hemos calcinado la identidad genética del finado, borradas sus huellas, y no sabemos a qué obedece la cremación, posiblemente las prisas por querer vivir más tiempo, toda una paradoja.
Y es que la muerte ahora tan presente no se despide, se digitaliza a partir de hisopos que están facilitando la identificación genética de media humanidad con las técnicas de detección del material genético del Covid19, antígenos virales o anticuerpos. Los laboratorios de todo el mundo están generando la mayor genoteca de todos los tiempos, y esta práctica debe ser aprovechada por los sistemas sanitarios como la mejor fuente para el estudio molecular, conservación del genoma y estudio de enfermedades singulares o secuencia genómica. Nunca la ciencia tuvo tan a mano un censo de tal magnitud.
Nuestros carnés de identidad deberían contener esa digitalización que acredita el ADN mitocondrial, es decir la herencia materna, y las posibilidades alfanuméricas de los alelos con los que identificamos a nuestro padre biológico desde Adán.
El objeto anímico de acudir al campo santo está en la auto-identificación, con nombres y apellidos inscritos en aras y petroglifos, de estrella y cruz que limitan nuestra existencia. Ahora ya no hay cuerpos presentes sino bosques columbarios cuyos fustes identifican al finado a través de una aplicación informática. Se cumple lo de –espérame en el cielo- aguardando en interné.