El carbono se enlaza hasta el infinito consigo mismo, pero el agua combina con todo. Puede llegar a convertirse en un argumento a favor de la existencia de la divinidad, que se permitió una serie de infracciones arbitrarias en el diseño de una molécula inevitable como sólido, líquido y gas. Por ejemplo, se le otorgó el aumento de volumen al solidificarse en hielo, una anomalía que no solo autoriza al patinaje artístico. Y el agua como esencia o experiencia nunca igualará la fascinación que ejerce su comportamiento químico.
La atracción del agua como objeto de estudio equivale a las obsesiones que despierta el ajedrez. En los dos casos, ha de interrumpirse la dedicación si se desea conservar la razón. Y también en ambas artes, sorprende la simplicidad de las reglas, la humildad que alimenta la ilusión de un dominio rápido de sus entrañas. Seis piezas distintas sobre el tablero, dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno.
Coinciden asimismo en la hostilidad entre los contendientes, con el pH o nivelación protónica como resultado del choque y ejemplo de las teorías de Gregorio Marañón, sobre la gradación que no escisión de los sexos.
La NASA anuncia con gran misterio el hallazgo de cantidades apreciables de agua en el polo sur de la Luna. De inmediato, la atención se concentra en el satélite, con el poder evocador que concede a los maharajás la ilusión de que su estirpe arranca de la superficie lunar. Pero, el motivo de asombro sigue siendo la adaptación del agua, su habilidad para abrirse un hueco en los ambientes más inhóspitos. Los ingenieros siguen tratándola como una inevitabilidad que complica enormemente los viajes espaciales. El descubrimiento no se dirige hacia la capacidad reactiva del disolvente universal, irresistible por su capacidad de aislamiento de los entes más malcarados en su estructura dipolar. Se jalea únicamente la posibilidad de una estación de abastecimiento en los viajes interplanetarios. El ser humano se olvida de sus principios, a riesgo de precipitar su final.