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LNE FRANCISO GARCIA

Billete de vuelta

Francisco García

Crónica de un otoño al uso

Ahora que el otoño dibuja ocres sobre el lienzo del bosque, que la hojarasca tiende una almohada que cruje mullida sobre el suelo, la memoria echa de menos árboles que fueron emblemáticos en Asturias y que el tiempo ha borrado del imaginario colectivo. Retornan al recuerdo las hayas de Peloño, Pome y Tibleos, o el tejo milenario de Bermiego, dolmen de madera, guardián de hoja perenne; o el carbayo de Valentín y la fayona de Eiros, emblemas leñosos de una región que se nos va inevitablemente por las ramas.

En épocas menos convulsas, íbamos al bosque a buscar palabras como otros van a buscar setas. Como los micólogos, echábamos en la cesta vocablos sanos y apetitosos, pero también otros cargados de veneno. Otras veces, en lo más umbrío del bosque, nos quedábamos absortos, sin palabras, silenciosos a la vista de aquella tribu de soldados quietos, respetuosos delante de un sanedrín anciano de madera y pervivencia venerable.

Defender la naturaleza es defender a sus pobladores. ¿Quiénes han modelado el paisaje y ayudado a mantenerlo durante siglos en perfecto estado de revista, por medio de los usos y los manejos tradicionales? Al visitar un espacio protegido, ¿no queda con frecuencia en la retina la impresión de que la política de protección de esos territorios solo ofrece naturaleza en conserva, congelada, como quien visita un acuario o un parque jurásico? ¿No parece que esos espacios de valor natural incuestionable, atiborrados los fines de semana de visitantes ávidos de expulsar toxinas, se han convertido en parques de atracciones? ¿Qué fue de los paisanos, de los orfebres ancestrales, modeladores de ese paisaje singular y apreciable? Igual que antaño se amurallaban las ciudades, ahora le ponen vallas y diques a la naturaleza. Lástima de territorio asediado por leyes que expulsan afuera a los que vivían dentro para abrir sus puertas a oleadas de foráneos. ¿A qué ese empeño de enfrentar la naturaleza con los paisanos?

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