La Nueva España

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Gran espectáculo y sin pagar entrada

Al oír el sordo estruendo estando el cielo despejado (no era tormenta, pues), busco un reactor que lo esté causando a 8.000 o 9.000 metros de altura, y tampoco. Hasta caer en que es el ruido del mar, aunque falte más de un kilómetro hasta llegar al punto en que la carreterita desciende serpenteando a la playa. Al llegar apenas soplaba el viento, la piel de la mar parecía lisa, pero a unos cientos de metros de la orilla se iba ondulando en enormes gibas, que rompían algo antes de estrellarse contra las rocas, lanzando luego una cenefa de espuma que rodaba playa arriba para regresar después con un poderoso chismorreo de arena gruesa y piedras. Es cuando la mar muestra su genio interno, cargado de energía y razones en pasados temporales en el alto océano. Como si lo hiciera para darnos días después espectáculo en el anfiteatro en el que lo disfrutamos (una idea egocéntrica, claro).

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