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Matías Vallés

La Navidad no tiene quien la prohíba

La lucha contra la pandemia

Según los expertos que no han dado una a derechas con el pastoreo del coronavirus, urge prohibir la Navidad. Pero no mucho. Se le prodigan insinuaciones mortíferas, como a un invitado engorroso, para que adopte voluntariamente la decisión de autoproscribirse. Sin embargo, ninguna autoridad hasta la fecha se ha atrevido a comunicar a sus próximos que ya celebraremos las fiestas en 2021. Esto no se le hace a un cristiano, y menos a su cuñado.

La prohibición de la Navidad puede ser una bendición para la estabilidad conyugal y familiar, dados los estragos que su celebración ocasiona en la estabilidad de ambos entornos. Exhibir solapadamente la mortalidad ocasionada por el virus en las concentraciones sociales, sin vetar expresamente las festividades, no bastará como argumento disuasor. Cada Navidad mueren en España 22.000 personas, una matanza que jamás ha impactado en la celebración de la Nochevieja. A su ritmo actual, la pandemia incrementaría ese recuento en otras seis mil defunciones. Es una cifra sobrecogedora, pero los fallecidos por atracones, borracheras, desplazamientos y otros excesos navideños nunca han aportado tristeza bastante para apartar esas fechas sagradas del calendario. Y los epidemiólogos tampoco garantizan que los turrones en soledad eviten los fallecimientos asociados a la covid.

Frente a la Navidad colosal, sus enemigos parecen tan pequeños. Tal vez imbuidos de espíritu navideño, apetece compadecer por un día a los gobernantes, a quienes nadie avisó de que entre sus peregrinas misiones se colaría una tarea más escalofriante que apretar el botón nuclear. Ni un islamista en su sano juicio se atrevería a congelar por un año la fiesta religiosa más pagana del planeta. Y por cierto, ¿qué queda de la familiaridad en una familia que pasa un año sin verse?

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