La pandemia se comporta en términos de incidencia como si fuera una montaña rusa. Se habla de tests de antígenos, restricciones de movilidad acertadas y responsabilidad individual para explicar el vuelco en Madrid. ¿Quién sabe? No hace demasiado todavía teníamos a la presidenta de la comunidad madrileña como a una atolondrada decidida a echarle un pulso político al Gobierno a costa de la salud de los vecinos, y apenas un mes después los datos parecen darle la razón. Madrid ha pasado de liderar los contagios en Europa a situarse en la cola de ellos en España.
En cambio, el presidente del Principado, que cuando era el paladín de la prudencia y presumía de manejar mejor que nadie la crisis, la señalaba groseramente para ganar puntos con Sánchez, se ha dado de bruces con una devastadora realidad. Todo es de difícil comprensión, nadie entiende casi nada, pero el caso de Asturias ha batido récords en un tiempo ídem. Del paraíso covid-19 hemos pasado al infierno, sin detenernos en el purgatorio, y no sabemos cómo ha sido.
El mismo hombre que se jactaba de los buenos resultados obtenidos durante el verano y quería pararles los pies a los madrileños como si fuesen pasajeros irreconocibles de una diáspora, comparece un día sí y otro también para advertir de la crítica situación que viven los asturianos. El tiempo envejece deprisa; mientras el “socialisto” de aquí vivía la enésima ensoñación del Paraíso Natural, la “tonta pepera” se las arreglaba, quién sabe cómo, para doblegar la curva. Así son las cosas.
No parece, sin embargo, que existan milagros en la pandemia. El mérito está en no cometer demasiadas imprudencias seguidas, ya que el virus, lamentablemente, ha demostrado estar demasiado bien entrenado para competir en todos los terrenos. Las rectas y las curvas de los contagios se irán sucediendo en uno y otro lugar hasta que llegue la esperada vacuna, que también habrá que saber cómo gestionar para que la distribución resulte eficaz.
