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Juan de Lillo

Pepe Canga, una calle en el Chad

En recuerdo de un veterinario asturiano que dejó huella en África

Creo que de los primeros pasos del viaje que emprendió mi querido amigo Pepe Canga a El Chad, quedamos dos testigos: su ayudante nativo nonagenario, Boukhari, y yo. Es una pena, porque todos sus amigos de Moreda se hubieran alegrado del homenaje que le dedicaron en esa república centroafricana, en la que hace más de sesenta años inició su campaña para la erradicación de la peste bovina, azote de un país cuya mayor riqueza era el ganado. Fue una herencia multimillonaria la que les dejó a los nativos, que más de seis décadas después le dedican una calle, Doctor Canga, para perpetuar su memoria y que nadie nunca olvide su nombre.

Finalizaba la década de los cincuenta, y un día, acababa de llegar de París, me dijo que se iba a El Chad encargado por el Gobierno Francés, para que ayudara a su gente a luchar contra peste bovina, una desgracia que tenía sumida en la pobreza a aquella gente. Estaba eufórico y me habló de su proyecto con verdadero entusiasmo. Me explicó dónde estaba aquel país, colonia francesa entonces, muy pobre, y muy necesitado de ayuda. Le dije que estaba loco, qué dónde se iba a meter y que sabe Dios qué peste le alcanzaría a él. No admitió en absoluto mi recomendación. Estaba decidido e ilusionado y no admitió una sola de mis palabras. Me equivoqué, y se lo reconocí cuando él regresó para reanudar aquí su vida familiar y profesional.

Pepe Canga fue un excelente estudiante. Riguroso, aplicado, serio y muy inquieto, porque le interesaban muchas cosas: las ciencias, la historia, la geografía, la literatura y los tebeos de aventuras que comentaba con sus amigos. Él se fue antes que yo a estudiar Veterinaria a León, su padre ejercía como veterinario en el concejo de Aller, y yo Derecho en Oviedo. Fue el tiempo en el que se me cruzó el periodismo en el camino. Nos vimos poco en aquellos años, pero cuando terminó su carrera venía desde Moreda con su espectacular moto a buscarme a la pensión para tomar un café en Gijón. Y con su tienda de campaña fuimos varios veranos con algunos amigos a Cadavedo, porque uno de ellos, Valentín Casado, era de allí. Fueron buenos años de amistad y encuentros.

La generosidad y entrega a los demás fueron los que lo llevaron a África, donde dejó abierto un surco que no cierra con una placa en la pared de una calle, que es un gesto de agradecimiento, porque la memoria de cuanto hizo en aquel país será más duradera, puesto que quedó grabada sobre la tierra, regada con su sudor, su entrega y su talento al servicio de quienes ya llevan siglos sobre ella. Además él y su mujer, Pitusa Fano, dejaron allí memoria del momento feliz e inolvidable del nacimiento de su hija María. Después llegaron Diego y Sofía, como su abuela, ya de regreso en Oviedo. Ellos y su hermana María Jesús, merecen vivir esta hora de satisfacciones, aunque sus padres no puedan celebrarlo. Yo comparto con ellos, y todos los moredenses que lo recuerdan, la íntima satisfacción de este acontecimiento que nos llena de orgullo y que creo que alegrará a muchos asturianos, que acaban de conocer por este periódico noticias del éxito de la aventura africana de un paisano y recordada por los nativos con gratitud y afecto.

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