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José Luis Fernández López

Superioridad moral

El debate sobre la cooficialidad del asturiano

Asisto con interés al debate que se ha suscitado entre dos lingüistas de nuestra Universidad sobre la idoneidad de convertir al asturiano en lengua oficial en el Principado de Asturias. Acuerdo con uno de ellos en que un asunto de este calado social no puede ser patrimonio sólo de los expertos en lenguas ya que abarca matices, consecuencias y derechos que competen a toda la sociedad. Por eso me disgusta que, tras reconocer la complejidad del tema y la cantidad de derivadas y connotaciones que lo envuelven, se pase a adoptar un esquema moral binario entre defensores y detractores de la medida. Según el profesor Ramón d’Andrés, entre los primeros se encuentran los representantes de la Ilustración y del avance de los derechos cívicos. Los que nos oponemos a la medida venimos a representar la caverna medieval, el invierno de la civilización y la sempiterna España retrógrada. Mal me lo deja para debatir con él si asume el papel del chef Jordi Blas en “La Cena” de Els Joglars (maravilloso Fontseré): “¿cómo no voy a tener razón si me leo todos los artículos de opinión de “El País?”, él se coloca en la cúspide de la ciudad de la colina y yo tengo que resignarme a jugar el papel de Torquemada en el oscuro valle de la opresión. Principiemos todos por reconocer que en la cuestión de la oficialidad existen detractores y partidarios que aducimos razones y sentimientos variopintos, procedentes de muy distinta familia e ideología. Reducirlo a un esquema binario –lado bueno-lado retrógrado– no me parece más que una simplificación, útil, eso sí –me obliga a jugar con diez–, pero torticera.

Estoy de acuerdo con don Ramón, y así dibujamos de una vez el terreno de juego, en que la lengua asturiana, aparte de ser un vehículo de comunicación, representa un patrimonio cultural y sentimental. Ni me parece que el uso y defensa del castellano implique un acto de “exaltación nacional española” (y hablo por mí, no por los uruguayos), ni creo que el uso y disfrute del asturiano sea un impulso exclusivo de un hipotético nacionalismo astur. Tampoco entiendo a qué viene la explicación sobre la “españolidad”. Lo pone bien claro la Constitución: es evidente que se hablan varias lenguas en España. Le rogaría, eso sí, que no pusiera a Bélgica como ejemplo de armonía lingüística que cohesiona a la nación, más que nada para evitar las piedras sobre su propio tejado. En fin, como ve, aunque retrógrado, admito matices.

Aduce que la consecución de la oficialidad es un escalón más en la adquisición de derechos por parte de los ciudadanos, donde “n” serían los derechos básicos de la sociedad a los que sumaríamos un 1. Don Ramón cree, y nos entierra en esa sima, que los opositores militamos en las filas de los que nos opusimos al divorcio, al matrimonio homosexual o al voto de las mujeres –sin pararse a pensar lo dispares que eran las ideologías que se opusieron a tales derechos–. Así cualquiera se opone, a ver quién se apunta en las filas del criptofascismo o de la Sección Femenina. Pero no todo vale. No se puede jugar con dos balones a la vez.

Es innegable que la ley de Uso del Asturiano representa un avance en los derechos de sus usuarios. Pero la oficialidad de la lengua es muy distinta cosa: la adquisición de derechos para algunos –cuantifíquelos como se quiera– representa la asunción de una carga de deberes para todos. No resulta el guarismo “n+1”, que usted dibuja, sino el monstruo algebraico “n/ 1 millón+x”. Los padres de la Ilustración acordarían que un ciudadano tiene derecho a poseer una lengua, se aleja usted en cambio del ideal ilustrado al asegurar que una lengua tiene derecho a poseer a los ciudadanos, la oficialidad implica, sobre todo, deberes. Para expresarlo con su analogía: no me opongo a que cada uno se case con quien le apetezca, me opongo a que me lleven, al modo medieval, a un enlace conyugal obligado. Permítame plantear, a mi vez, una analogía respecto a nuestro patrimonio cultural. No encontraremos ni un solo ciudadano que no lamente la falta de recursos con la que se encuentra la preservación del arte prerrománico. Nadie se opondría a dirigir más dinero público o privado a salvaguardar el arte asturiano, alejar autopistas o, incluso, a prohibir todo tráfico. Cosa muy distinta es que estuviéramos de acuerdo en que, para salvarlo, debiéramos levantar nuestros palacios de congresos y nuestros adosados con arcos fajones. Quizás ese precio no estaríamos dispuestos a pagarlo.

Entiendo que se interprete la oficialidad como un avance en los derechos, no quiero que se esconda la enorme carga de deberes que supone, la transformación y deformación de las instituciones que conlleva y el yugo que asumimos con ella. Pero no tiñamos el debate con calificativos morales: asustan y acallan al discrepante, pero no convencen.

Estoy, por último, de acuerdo con don Ramón d’Andrés en que este asunto será, estamos en una democracia parlamentaria, “aquello que los asturianos quieran”. Faltaría más. Así lleva siendo cuatro décadas. Dejemos a la Historia dilucidar quién estaba en el bando del progreso y quién conformaba las filas del oscurantismo. Aunque me temo que, a usted y a mí, ya no nos va a afectar ese juicio para nada.

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