Occidente, con España como vigía y guardiana de las esencias, abomina de la Navidad. La anulación del ciclo festivo de fin de año es tan radical, que los gobernantes que confinaban sin miramientos a sus súbditos han temblado ante la luz cegadora de Nochebuena y Nochevieja. Incluso al concretar la amenaza, se habla de sugerencias de seis personas a la mesa, o de tomar las uvas a toda prisa para regresar a casa antes de que la policía imponga el toque de queda. El poder simbólico navideño arrasa con la capacidad destructiva de ERTE y ERE, hasta los ciudadanos mas amenazados por la desigualdad económica han reservado un momento para llorar la supresión del eje fundamental del año no chino y no musulmán.
La prohibición de las Navidades es una bendición para la estabilidad conyugal o incluso familiar. Miles de matrimonios se verán salvados al limitar el tiempo de exposición mutua con las medidas represivas. A cambio del veto a las fiestas, cabe exigir que los rapsodas de marzo no vuelvan a insistir en cotillones por internet, ni en villancicos compuestos a vuelapluma en los balcones. Estos sucedáneos no ocultarán que los simulacros jamás reemplazarán a la realidad. Una familia desunida a la fuerza durante un año no es una familia unida. Al interrumpir el vínculo, se deshace, y contra la ruptura no hay vacuna.