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Anxel Vence

El virus va a su bola

La segunda fase de la pandemia

A estas alturas de la película “Gran Epidemia (segunda parte)” empieza a dar la impresión de que el virus va a su bola cualesquiera que sean las medidas que se tomen contra él. Sube y baja por oleadas en todos los países de Europa, independientemente de las medidas –no muy distintas, cierto es– que cada uno de ellos tome. El que impone su voluntad es, aparentemente, el bicho.

Salvo en China, donde parecen haber fusilado masivamente a los coronavirus, y en otros lugares de Asia donde lo mantienen a raya, lo propio del temible Sars-CoV-2 es actuar a capricho. Tanto puede batirse en retirada, aunque los bares y comercios permanezcan abiertos, como subir los contagios sin tasa en lugares que han optado por reducir al mínimo la actividad social. Ni siquiera los epidemiólogos atinan a entender las razones de esta conducta.

Quizá la literatura ayude a entenderlo. Albert Camus, por citar un ejemplo obvio, describió en “La Peste” el extraño comportamiento de la plaga en Orán, que una semana se cobraba cientos de muertos para luego aflojar el peso de la guadaña durante un breve tiempo. En realidad, la peste estaba tomando fuerzas, como la resaca del mar, para volver en nuevas oleadas casi tan mortíferas como las anteriores.

Solo ese carácter voluble de la epidemia explica que algunos países elogiados como modelo durante la primera ola –Alemania o Portugal, por ejemplo– sufran especialmente ahora el embate de la segunda. Lo que no quita para que la crecida de la marea haya sido también notable en otras naciones que ya habían sido líderes en los desdichados idus de marzo, tales que España e Italia.

Tampoco les ha ido mejor a aquellos gobiernos que, como el de Suecia, optaron por darle barra libre al virus con el propósito de alcanzar cuanto antes la inmunidad de grupo, o de rebaño. Esa especie de vacunación natural por acumulación de contagios no llegó a producirse; y, en cambio, las proporciones de mortalidad de los suecos superan notablemente a las de sus vecinos nórdicos.

Pertinaz como las sequías de la época de Franco, el bicho les mantiene el pulso a las autoridades de casi todo el mundo. El dato de que afecte a las zonas más prósperas de la Tierra, como la Unión Europea o Estados Unidos, podría sugerir que estamos ante un virus de izquierda radical; pero tampoco hay que ponerse estupendos.

Ya lo hacen, en realidad, los aficionados a las conspiraciones, que no paran de ver la mano de la República Popular China detrás de un vasto –y algo basto– complot para desestabilizar las economías de Occidente. Para desgracia de la numerosa tribu de conspiranoicos, los científicos ya han desechado la posibilidad de que el Sars-CoV-2 haya sido creado en un laboratorio con fines de guerra bacteriológica. Y tampoco se entiende muy bien qué razones podría tener China, la fábrica del mundo, para dejar a sus clientes sin dinero con el que comprarle sus productos.

Descartadas las conjuras y a la espera de las vacunas exprés que se anuncian, lo único claro es que el virus va por libre; y acaso sea ese comportamiento impredecible nuestra última esperanza. Nada impide conjeturar que se marche por donde vino, como ocurrió en el caso de la epidemia de gripe de 1918, mal adjetivada como española.

Quizá este último sea un pensamiento ilusorio de esos que los anglos llaman “wishful thinking”, por supuesto. Pero de ilusión también se sobrevive.

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