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Eduardo Jordá

La Constitución del 78

En contra de los discursos de rechazo al pacto constitucional de la Transición

Con las revelaciones sobre la conducta reprobable –o mucho más que reprobable– del exrey Juan Carlos, se está introduciendo un discurso contrario a la Constitución del 78 que pretende invalidar el pacto político que hizo posible la Transición. Es habitual, por ejemplo, que algún chulito de menos de 40 años proclame muy tieso y ahuecando siempre la voz: “Esta Constitución ya no sirve, yo no pude votarla”, como si esa persona fuera el centro del universo conocido, o como si en Estados Unidos quedara algún ciudadano vivo que hubiera podido votar la Constitución de 1787 aún vigente (y que ha permitido desmontar todas las mentiras de Donald Trump). O como si la Constitución francesa de 1958 fuera una Constitución caduca sólo porque unos pocos octogenarios aún vivos –quizá no más de veinte mil o treinta mil– la hubieran votado en su día, en la lejana época en que Brigitte Bardot y Johnnie Halliday y el general De Gaulle eran personajes conocidos.

Las Constituciones no se hacen para ser votadas y derogadas cada quince años –tal como ocurrió en España a lo largo del siglo XIX–, sino que sólo son útiles cuando tienen una larga duración y sirven por igual a muchas generaciones, cuantas más, mejor. Y el gran error de las Constituciones es que estén pensadas para contentar a una sola parte de la población y por ello excluyan deliberadamente a la otra mitad, que va a hacer todo lo posible para derogarla y cambiarla cuando llegue al poder. Esto es lo que ocurre con las infames leyes de Educación de este desdichado país que todavía es el nuestro: se van cambiando sin ninguna visión a largo plazo y sin ningún consenso entre todas las partes implicadas, porque lo único que importa es imponer una determinada ideología que se quiere hacer pasar por infalible e inmutable. En 40 años, España ha tenido siete leyes educativas diferentes que apenas han tenido en cuenta la realidad de las aulas y que prácticamente sólo aspiraban a imponer una visión ideológica de la realidad. Supongo que es a esta clase de disparate al que aspiran los muchos indignados que claman por cancelar la Constitución porque ellos, en su día –¡ay!– no pudieron votarla.

¿Se imagina alguien cómo habría sido la Transición si hubiera sucedido de acuerdo con el guión retrospectivo que ahora quiere imponer Pablo Iglesias? Aunque ahora ya se haya olvidado, los años 70 fueron los “años de plomo” en Europa y España. En aquellos años estaban en activo, y de qué modo, ETA, el Grapo, el FRAP (en España), y en Europa, el IRA en Gran Bretaña, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania y las Brigadas Rojas en Italia (las que secuestraron y mataron a Aldo Moro), además de los terroristas palestinos de Septiembre Negro y la OLP. Eso por la extrema izquierda. Y por el otro lado, el de la extrema derecha, estaban en activo los pistoleros de la Triple A argentina y del Batallón Vasco Español, aparte de los neofascistas italianos de Orden Nuevo y los antiguos matarifes de la OAS argelina. Y encima, disputándose el control ideológico, actuaban los servicios secretos: la CIA y el KGB, y el Mossad (omnipresente como un virus), y también los servicios secretos marroquíes y argelinos –que actuaban, y mucho–, y otros organismos que ahora suenan a novela barata de espionaje. Pero en aquellos años todos esos grupúsculos eran reales, y en ellos militaban desde fanáticos ideológicos que no dudaban en eliminar a cualquiera que se interpusiera en su camino hasta auténticos psicópatas que simplemente disfrutaban matando.

Ahora nos hemos olvidado de todo aquello, pero en medio de los “años de plomo” de los 70, la Transición habría desembocado en una carnicería si no hubiera habido un pacto de olvido deliberado de la Guerra Civil y una política de reconciliación nacional que aceptara al adversario ideológico como interlocutor válido en una democracia. Ahora, cuando vivimos protegidos por los logros de hace 40 años, es muy fácil despotricar y burlarse de lo que ocurrió en aquellos años. Pero si se hubieran aplicado las recetas revanchistas de los Echeniques y de los Monederos y de los Pablo Iglesias, los que entonces teníamos veinte años habríamos servido de carne de cañón para un conflicto civil que hubiera convertido España en otra Irlanda del Norte o Líbano o Palestina. Y esa –y no otra– hubiera sido la cruel utopía, llena de muertos en las esquinas, que defienden quienes no estuvieron allí ni supieron cómo era la vida en aquellos años. Y lo más increíble de todo –lo peor de todo, lo más doloroso de todo– es que aún haya ilusos que se crean todas estas mentiras.

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