A ninguno se nos escapa que la muerte, como decía Heidegger, es el destino inevitable de todo ser humano, una etapa en la vida, que guste o no, constituye el horizonte vital. La muerte es la culminación de la vida, aunque incierta; forma parte de nosotros porque nos rodean y porque la actitud que adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina la manera como vivimos.

La enfermedad, el dolor y la muerte, lo mismo que el nacimiento y la felicidad son etapas y realidades naturales en la vida del ser humano. La manera como se abordan estas realidades refleja una determinada idea del ser humano. La antropología de hoy es neoliberal-individualista, concibe a la persona desde un pragmatismo utilitarista. El individualismo considera la libertad como la capacidad de escoger de manera inmediata cualquier cosa, aunque ello atente contra su integridad física o mental, pues la libertad está desvinculada de toda responsabilidad. Se considera al ser humano como un ser encerrado en sí mismo.

La ideología liberal magnifica los derechos en detrimento de las responsabilidades; más la libertad sin verdad que justicia. Se endiosa tanto la libertad y la libre iniciativa, que la sociedad no es más que una suma de individuos, ya no interdependientes, sino sólo asociables por beneficio propio.

Así las cosas, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad, la vejez y la muerte, representan una amenaza para el ser humano y suscitan sentimientos y actitudes de miedo, de inseguridad, de confusión, de manipulación y hasta de instrumentalización… por ello se maquillan, se hacen asépticas, se esconden.

Los defensores de la eutanasia esgrimen el derecho de toda persona a la muerte digna, ante una enfermedad incurable y sufrimientos atroces. Y el derecho de cada persona a disponer de su propia vida, en uso de su libertad. Y todo ello desde un clamor social. La ley aprobada, en medio de un apagón democrático sin precedentes, pretende legislar la llamada eutanasia voluntaria; aceptación social y legal que puede traer consigo la eutanasia no voluntaria e incluso impuesta, o la paralización de la investigación bio-médica.

Quienes promueven la eutanasia consideran que el valor de la vida es extrínseco a ella misma y es dado por la salud, los recursos materiales y económicos, ciertos satisfactores o capacidades, cuando no existen estos bienes, se considera que la vida ya no es valiosa ni útil. Parece que la vida vale sólo en función de la «calidad».

En el fondo subyace un problema ético. Se pretende que sólo vivan los «mejores», biológicamente hablando, pero la dignidad humana no depende de bienes, recursos, salud, conducta, sino que es la característica distintiva de toda persona humana, que siempre es fin en sí misma y nunca medio, a la manera kantiana, y que exige y merece respeto. La dignidad humana no es más que el «derecho a tener derechos».

La vida es propiedad de cada persona en cuanto soy responsable de lo que hago de ella. Pero sobre ella pesa una hipoteca social y transpersonal, la otreidad. No es un objeto de uso y por tanto desechable por parte de su «propietario», es llevar a un extremo casi ridículo el mezquino sentido burgués de la propiedad privada. La vida no está a nuestra disposición como si fuera un bien material. Si asimilamos el vivir a los objetos de propiedad, privamos a la vida humana de ese sentido de incondicionalidad que nos hace ser lo que somos. Pero ¿qué sabe la Arrimadas y esos politiquillos ignorantes de incondicionalidades?

Es cierto que el deseo de morir es, en no pocas ocasiones, resultado de una situación inhumana y socialmente injusta, o de una condición patológica. Los grandes pensadores y científicos nos enseñan que la vida pertenece a esa clase de bienes intocables que no podemos negociar con nadie, ni siquiera con nosotros mismos, se trata del misterio mismo de la existencia y de la dignidad humana.

La aceptación de la eutanasia es un camino falaz al afirmar que podamos morir bien y con dignidad. Creo que aceptar plenamente nuestra condición, nos ayudaría a ser una sociedad más humana. La verdadera piedad y compasión no es la que quita la vida, sino la que la cuida hasta su final personal, social y natural. Una sociedad que legitima la eutanasia está proclamando su ineptitud para ofrecer una respuesta auténticamente humanizadora, es una sociedad fallida, enferma de ideología.