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Javier Junceda

Antimodernidad

La barbarie intelectual de desdeñar el pensamiento de generaciones precedentes

El gran Jacques Maritain tildó de barbarie intelectual a la manera de pensar y actuar que desdeña el pensamiento de generaciones precedentes. En su prólogo a “Antimoderno”, un libro suyo de juventud, dejó escrito que “lo moderno se opone al patrimonio humano, porque odia y desprecia el pasado y se idolatra”. Para el egregio pensador francés, en estos casos resulta lícito defender la antimodernidad, que no consiste en tenerlas tiesas con los avances, sino solo con aquellos que desatienden las experiencias acumuladas y se sabe de antemano que no conducen a ningún sitio.

La fascinación por las transformaciones, aunque haya sido una tendencia social más o menos acusada, nunca como hasta ahora había desafiado tanto los cimientos de nuestra cultura. A diferencia de las épocas en que revoluciones y contrarrevoluciones afloraban diferentes estados de cosas como reacción de unas a otras –pero siempre sobre la base de una misma realidad aceptada–, hoy se impone desconocer o contrariar cualquier parámetro solidificado por la humanidad, en un fenómeno al que se ha venido conociendo como adanismo y que el diccionario permite también calificar como mamarrachada.

Cuando Chaplin caricaturizó en “Tiempos modernos” las deplorables condiciones laborales de la industrialización y la producción en cadena, aprovechó para censurar a una sociedad hechizada por modas que solo generaban inconvenientes y que encima se acogían con enorme regocijo popular. Lo propio podríamos hacer un siglo después en no pocos asuntos, como ese de la sobreexposición permanente a las pantallas, que se ha revelado incapaz de sustituir a la presencialidad, creando una creciente desconexión ciudadana por saturación.

Si nadie deja de ser conservador de puertas adentro de su casa, como sostenía Scruton, tampoco solemos admitir en nuestra esfera íntima originalidades al tuntún. Al hacer la compra, las novedades rara vez desplazan en nuestra cesta a los productos habituales, de igual modo que no aceptamos sin mirar aquello que el mercado nos ofrece de buenas a primeras como un rutilante hallazgo, salvo que seamos cortos de entendederas.

Sin embargo, es en la escena pública donde más alegremente asumimos las continuas ocurrencias de descubridores de mediterráneos planteando disparates a diestro y siniestro. Javier Marías apuntaba hace años la razón de ser de este proceder: el narcisismo de buena parte de nuestra clase dirigente y su ansia de darse importancia, obsesionada por protagonizar lo que sea, mientras suene a cambio. Esta enfermiza vanidad, en efecto, puede ser el auténtico catalizador de ese constante carrusel de propuestas con inequívoco propósito de llamar la atención, manteniendo inexploradas las principales cuestiones que debieran preocuparnos como nación.

Estarse quietos y focalizar el interés en lo fundamental, es tarea abocada al fracaso en el terreno político. No cesar de sugerir a todas horas y con vana pirotecnia imaginarios imposibles y ensoñaciones de nuevos regímenes, aunque se funden en rancias fórmulas superadas por la civilización, centra el objetivo actual, porque el neurótico fin de sus promotores pasa por alcanzar la posteridad, aunque sea a costa de la más elemental racionalidad o de despreocuparse de lo esencial.

Indudablemente, si oponerse a esta “modernidad” es ser reaccionario, tengo la ligera impresión de que más de uno haríamos cola para apuntarnos en esa lista, aunque carguemos con el sambenito de cavernícolas colocado por esos que parecen querer regresar de nuevo a la cueva.

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