Transcurridos tres años desde los hechos juzgados y catorce meses de las sentencias condenatorias, si hubiera algo que subrayar sería la coherencia de las posiciones mantenidas por juzgadores y condenados, a los que separa algo tan nuclear como es la distinta valoración, que hace cada uno de ellos, de la gravedad de los delitos.

Los últimos en hablar han sido los cuatro fiscales de Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que ejercieron la acusación pública en la causa del procés y acaban de dar a conocer un escrito a propósito de la eventual concesión del indulto a los condenados.

El debate está abierto sin que los sentenciados hayan solicitado medidas de gracia ni mostrado voluntad de contrición. Bien al contrario, han reiterado, con determinación unos más que otros, que lo volverán a hacer.

De nuevo en prisión, tras haber paladeado la libertad gracias a la munificencia de quienes acortaron plazos que, más tarde, los jueces del Alto Tribunal ajustaron al tenor de los fallos, sus altavoces corearon la apuesta por la venganza, como inductora de las actuaciones judiciales.

El poder judicial tiene la obligación de proteger al Estado de quienes amenazan su integridad territorial y su independencia

Partiendo de la base de que todos somos iguales ante la ley, salvo que acuerdos políticos establezcan otra cosa, la coincidencia de la falta de arrepentimiento con la reiteración en delinquir desborda el ámbito jurídico, acampa en el terreno político y no deja otro argumento para su concesión que el rudimento de la conveniencia inmediata, lo que es susceptible de acarrear consecuencias difíciles de evaluar.

Se mantienen las constantes en ambas riberas. Los penados, sus defensores y quienes comparten las certezas secesionistas, no se apean de que son presos políticos, perseguidos por defender una idea, y los que han evadido la acción de la justicia, políticos en el exilio.

En unidad de acto, ratifican la legitimidad de sus conductas, siguen sin reconocer su culpabilidad y, a resultas, no aceptan ningún indulto, mantienen que España no es una democracia y los tribunales no son independientes, ni imparciales, ni atienden a criterios democráticos.

El poder judicial tiene la obligación de proteger al Estado de quienes amenazan su integridad territorial y su independencia. En su escrito, el Ministerio Público se reafirma en que se trató de “una falta de lealtad democrática sin precedentes”, con un ataque deliberado y planificado, “al núcleo esencial del Estado democrático, representado por su Constitución, la soberanía nacional, la unidad territorial y el respeto a las leyes como principios vertebradores del Estado constitucional”.

Dentro y fuera de España los reproches a la justicia española se extienden, del modelo de elección del fiscal general del Estado hasta la politización del sistema, pasando por la ausencia de ‘criterios objetivos’, ‘requerimientos de evaluación’ y falta de “transparencia” en la elección de los presidentes de Audiencias provinciales, Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) autonómicos, Audiencia Nacional y Tribunal Supremo.

Pablo García

Los partidos que sostienen al Gobierno multicolor no ahorran críticas a los fallos de jueces y actuaciones de fiscales y siguen sin retirar el proyecto de reforma del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), órgano de gobierno de la judicatura, cambiando la fórmula de elección para el establecimiento de mayorías, lo que ha indignado a las asociaciones de jueces y alertado a la Unión Europea, muy sensible a la separación de poderes y la independencia judicial.

Sería interesante que se explicase la estrategia del Partido Popular consistente en seguir bloqueando la renovación del caducado CGPJ, amparándose en la exigencia de excluir a un grupo político con representación popular.

En el plano exterior, la biosfera judicial española carga con el espeso reproche de una inficionada leyenda negra, como acredita el camino tortuoso que siguen las euro órdenes activadas, suspendidas, reactivadas sin que haya prosperado una sola de las relacionadas con el procés.

Los fiscales insisten en que, siendo una sedición, es aun más grave porque concurren ciertos componentes del delito de rebelión. Y dentro de una condescendencia crítica con la sentencia, no se apean de la certidumbre, exhibida en las Salesas y ratificada en su primera manifestación pública y coral.

La conclusión: penas íntegras, sin posibilidad para ningún indulto, aunque se trate de políticos elegidos por los ciudadanos. Según el Ministerio Fiscal, “gobernantes desleales”, que intentaron romper la Constitución y “corruptos”, que utilizaron fondos públicos para cometer sus actos delictivos.

Para sus defensas, nada de lo que se hizo fue ilegal y preguntan ¿Acaso manifestarse, hablar en un Parlamento o sacar las urnas a la calle, máxima expresión de la democracia, es ilegal? Y completan el argumentario con otras consideraciones: el código penal aplicado data de hace 200 años (cuando la sedición era violencia sí o sí), cualquier juzgado en Europa hubiera liberado a esos presos políticos y la condena debería ser anulada por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.

Desde tiempo inmemorial, la máxima “hágase justicia, aunque el mundo perezca” (fiat iustitia, et pereat mundus) significa que se debe tomar una decisión justa a cualquier precio, en términos de consecuencias prácticas. La justicia, subordinada al bienestar de todos los ciudadanos y a la paz social.

El indulto podría ayudar siempre que los culpables reconozcan su error, se comprometan a no volverlo a hacer y abandonen una actitud desafiante con más de la mitad de los catalanes y el resto de los españoles

Este aforismo se sigue usando para ilustrar que, a veces, la justicia puede ser contraproducente y deja de ser justicia. También, para asentar que la verdadera justicia está por encima de la letra de la ley, sin que se anule esta, y sirve como base del derecho de gracia y remisión de penas por buen comportamiento, con la finalidad de reinsertar al delincuente.

Después de la guerra de sucesión, Felipe V, aunque aceptó jurar las Constituciones catalanas, concedió indulto y perdón real a Rafael de Casanova y a la mayoría de los dirigentes políticos contrarios a su causa. Es así como el máximo representante del Gobierno catalán terminó sus días en libertad, ejerciendo como abogado.

Si se hizo entonces después de una guerra civil cruelísima, logrando la normalidad y la convivencia entre españoles, cabría pensar en volverlo a hacer, siempre y cuando existiese arrepentimiento y se renunciase a repetir lo que ha llevado hasta donde estamos. Alguien podría decir que reivindicar ahora las gracias reales, después de ciscarse en la monarquía, parece cuando menos incongruente y un insulto a la inteligencia.

Pero si aceptamos que hay un interés público, esencial para la concesión del indulto, como podría ser conseguir la paz social en Cataluña, habría que arbitrar medidas de gracia, a propuesta del ministro de Justicia, previa deliberación del Consejo de Ministros y con la firma del Rey, a sabiendas de que resulta espinoso cuando los secesionistas han impuesto un régimen excluyente contra la voluntad de los partidarios de la unidad de España.

El indulto podría ayudar a cambiar este estado de cosas, siempre que los culpables reconozcan su error, se comprometan a no volverlo a hacer y abandonen una actitud desafiante con más de la mitad de catalanes y el resto de españoles.

En caso contrario, no cabe la concesión como entiende, con un razonamiento incontrovertible, la Fiscalía para la que vaciar de contenido una decisión judicial del más alto tribunal español, sería un acto irresponsable del Gobierno, ya que “no se trata de una medida prevista para satisfacer intereses políticos coyunturales”, que se pueda utilizar cada vez que se discrepa del sentido de una sentencia y “ante la pura conveniencia de una situación política global”.

La respuesta a la cuestión que encabeza esta cavilación es un sí al perdón, que sirva para garantizar la convivencia y la paz social, condicionado a la contrición y la renuncia. Sin humillaciones, sin estar teñidas de inseguridad ideológica ni de olvido táctico y, menos aún, de abdicación de un diagnóstico valiente y una terapia invulnerable.