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Javier Fernández Conde

A vueltas con la eutanasia

Un análisis histórico, jurídico, ético, moral y religioso de la muerte intencionada y asistida

Los grandes maestros de la Escolástica medieval comenzaban las discusiones, sobre todas sus tesis, con la explicación de los términos del enunciado. Era un buen sistema para no perderse en divagaciones estériles. En esta reflexión sobre la eutanasia parece oportuno empezar con su definición: la provocación intencionada de la muerte de una persona que padece enfermedad avanzada o terminal, a petición de ella y en un contexto médico.

Quizás por deformación profesional he tratado de ver el significado del término a lo largo de la historia. Para en el mundo clásico greco-romano eutanasia era una forma de morir considerada como buena, de acuerdo con su etimología (buena, dulce-muerte). En el mundo cristiano conserva un significado parecido hasta los albores de la Modernidad, y, por supuesto, transido de sacralidad. Sin embargo, Tomas Moro en su increíble y precursora Utopía (1516), alaba la forma de morir voluntaria, cuando vivir resulta dificultoso, pero no utiliza la palabra tradicional. En los siglos modernos, el término ya no es unívoco. En su significado se van introduciendo diferentes consideraciones; la más importante: la distinción entre eutanasia pasiva –dejar morir– y eutanasia activa –provocar la muerte–, normalmente en discursos o contextos ético-morales diferentes. En una nueva valoración de la vida y de la muerte han ido influyendo cambios culturales profundos y diferentes valoraciones de la vida y de la ancianidad. Va perdiendo fuerza, por ejemplo, la equivalencia entre ancianidad y sabiduría. El Renacimiento que todavía la conserva, propone ya a la juventud como la “edad dorada” del individuo. Con la industrialización que valora sobre manera el esfuerzo y la eficacia, un hombre viejo es una realidad personal inservible, aunque mantenga todavía sus derechos sociales que deben ser respetados. A finales del siglo XX y a comienzos del siglo actual, la muerte pierde protagonismo social, se quiere alejar de la vida y el inconsciente colectivo –a veces personas o autores de manera consciente– la pretende convertir en un verdadero tabú –el castizo “tocar madera” cuando se mentaba la muerte–: algo que conviene relegar para el final de la vida. Pero semejantes supuestos se tambalean casi por completo con el imparable ascenso de la esperanza de vida –en muchos países sobrepasa la barrera de los 80 años–, alimentada razonablemente, entre otras causas, por los avances de la medicina y de los fármacos, aunque los campos de exterminio nazis, cada vez mejor conocidos, los Gulag soviéticos y las infinitas mortandades africanas provocados por pandemias y toda suerte de tribalismos, nos ofrecieron otra cara horrible de muerte como vecino siempre inquietante y los mayores comienzan a ser considerados como un verdadero e importante problema social. En la España de 2018, por ejemplo, un 60 % aproximadamente teníamos más de 65 años. Y en países supuestamente modernos y avanzados empiezan a hacerse planteamientos radicalmente nuevos sobre las diferentes formas de enfrentarse a la muerte y sobre la eutanasia propiamente dicha. Varios de ellos, oficializan los primeros ordenamientos legales favoreciéndola.

En Holanda, después de varios ensayos legislativos, la ley sobre la eutanasia llega a finales del año 2000. Conviene subrayar sus supuestos: decisión libre y meditada del paciente, conocimiento de esa realidad por el médico que lo atiende, convencimiento de ambos que no existe otra salida para su enfermedad corporal o síquica, consulta a otro médico que no tenga nada que ver con el paciente, dictamen de éste por escrito y la puesta en práctica de la terminación de la vida o auxilio al suicidio asistido. Dos años más tarde se redacta el protocolo de Groninga que extiende esa posibilidad para los niños recién nacidos y menores de doce años; los padres, en este caso, son los garantes de la decisión. Y el procedimiento es similar al de los adultos. En el año 2016, se practicaron más de 6.000 casos de eutanasia. El amplio campo de la discrecionalidad del médico y la ausencia de procesos contra ninguno de ellos son problemas evidentes.

Leyes parecidas, con pequeñas variantes, se emiten en Bélgica, 2002; en Luxemburgo, 2009; en Canadá, 2016. En Colombia, desde hace años, se despenaliza el homicidio “por piedad” en enfermos que se encuentren en estado terminal, propiciando las prácticas propias de la eutanasia, especialmente a partir de 2017-2018, con varias decisiones de la Corte Suprema. En Suiza no existe esta ley como tal, pero los tribunales reconocen el suicidio como un derecho del enfermo. No se exige la asistencia del médico ni que el paciente se encuentre en estado terminal. Muchos de los casos de eutanasia o suicidio son de extranjeros. En Estados Unidos no hay una ley federal al respecto, pero funciona en Oregón desde 1999 y, posteriormente, fue adoptada por otros estados. En el estado de Victoria (Australia), funciona desde 2019 con criterios similares a los europeos (de la Torre, La eutanasia y el final de la vida, 2019). Conviene advertir la ausencia de Francia, Italia, Alemania y Reino Unido en este mapa político, lo cual puede constituir una referencia importante a la hora de enjuiciar problemas éticos, teóricos y prácticos, que semejantes ordenamientos conllevan.

La ley aprobada por el parlamento español el 17 de este mes, en su exposición de motivos considera la eutanasia como se definía al comienzo de esta exposición: activa y directa como la que funciona ya en los países citados. La contrapone a otras formas de aliviar la vida terminal del paciente como los cuidados paliativos –la sedación entre otros–. Y la considera un derecho fundamental del individuo a la altura del derecho a la integridad física y moral de la persona, la dignidad humana, el derecho o valor superior de la libertad… Los supuestos fundamentales de la nueva praxis legal: a) “consentimiento informado”, conformidad libre del paciente, voluntaria y consciente; b) “enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”: “sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables”; c) la asistencia de un “médico responsable”; d) de un “médico consultor”; e) de una comisión de “garantía y evaluación”; f) la posibilidad de la objeción de conciencia sanitaria, para los facultativos que no quieran practicarla; g) “la prestación de ayuda para morir”.

Los legisladores insisten pormenorizadamente en el carácter garantista de esta ley: el paciente tiene que presentar dos solicitudes por escrito, al menos de quince días de distancia entre ambas; el médico tiene que certificar por escrito que la enfermedad es grave e incurable; entablar un proceso de diálogo o deliberación con el paciente; trasmitir la decisión a la “comisión de evaluación y control” –cuya composición y funcionamiento se especifican con detalle–, que informará al médico de los resultados de la evaluación; si el paciente se encuentra consciente, el médico debe comunicarle la modalidad en la que quiere recibir la prestación de ayuda a morir; finalmente, la llevará a cabo “con el máximo cuidado y profesionalidad”.

La doctrina de la Iglesia.

Podría decirse que es uniforme y contundente. La “Gaudium et Spes” (n. 27), la constitución más novedosa y abierta del Vaticano II, rechaza la eutanasia junto al aborto y al suicidio, la única vez que la menciona. “El Catecismo de la Iglesia Católica” (1992, n. 2227): “Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable”. Y tres textos del papa Francisco: “La eutanasia y el suicido asistidos son graves amenazas para la familia en todo el mundo”. “Todos sabemos que con muchos ancianos”, en esta “cultura del descarte”, se realiza esa eutanasia oculta, pero está también la otra. Y esto es decir a Dios: “No, el final lo decido yo, como yo quiero”. Pecado contra Dios creador”. “Los cuidados paliativos son expresión de la actitud propiamente humana de cuidarse unos a otros, especialmente a quienes sufren”.

En una obra redactada por la subcomisión Episcopal (Española) para la familia y la defensa de la Vida, titulado “Sembradores de esperanza”, con el sugerente subtítulo, “Acoger, proteger y acompañar, en la etapa final de la vida”, los autores, manteniéndose dentro de los esquemas tradicionales del magisterio de la Iglesia, como no podía ser de otra manera, enfatizan sobre los “remedios paliativos”, insistiendo sobre todo en la sedación, sin rechazar la denominada profunda.

Reflexión final.

Como creyente y sacerdote, no puedo menos de comulgar con los planteamientos teológico-morales del magisterio de la Iglesia, cuya figura actual, el papa Francisco, es para mí una referencia preferente, además de entrañable. Pero al aproximarme histórica y analíticamente a la nueva ley sobre la eutanasia, veo también que mi posicionamiento difidente hacia el texto no depende solo de las creencias religiosas. Se trata además de las convicciones éticas, más o menos comunes en cualquier ciudadano razonable. Desde esa perspectiva me atrevo a hacer las siguientes consideraciones:

En lo formal, me ha “chocado” el repetitivo lenguaje inclusivo (los, las). Parece que no cuadre bien en un texto que pretende ser normativo y legal.

El situar el derecho a la buena muerte, a la par que otros derechos de la persona, parce tener un cierto tufillo de liberalismo burgués, propio de no pocos sectores de los tiempos actuales –del primer mundo en particular– que suelen creer y se atreven a formular: “Yo con lo mío, hago lo que quiero”. Al margen de la creencia en la vida como don de Dios propia de los creyentes, cristianos y de otras religiones, también tenemos derechos y deberes con la sociedad a la que pertenecemos. Somos ciudadanos del mundo, con derechos y obligaciones en la casa común de la Humanidad. No me parece que para los hombres del mundo del subdesarrollo sea esta –la de bien morir– una preocupación esencial.

Las competencias arbitrales de los médicos, de los consultores, de las comisiones, tan repetidas y desarrolladas, pueden propiciar con facilidad a deslizamientos graves que conduzcan a la eutanasia sin límites como en Suiza. Parece ser que ser que en Holanda también ha ocurrido así en no pocas ocasiones.

Personalmente, yo me encuentro cómodo viviendo al día y tratando de ser compasivo. Para las postrimerías, me parece suficiente poder contar con el auxilio de los cuidados paliativos. Ojalá nuestros gobiernos invirtieran más en ellos en nuestros centros sanitarios.

¿Por qué tanta prisa en aprobar esta ley? En época de pandemia profunda y generalizada del Covid-19, ¿no se antoja aberrante y casi sarcástico ocuparse del derecho a morir dignamente, cuando nos acompañan cada día cientos de hermanos, algunos parientes y amigos muy queridos, que se han ido sin decirnos ni adiós, víctimas del maldito virus? ¿No podrían esperar un poco nuestros legisladores a que esto “escampara” y preocuparse primordialmente de las víctimas y de las consecuencias negativas de esta situación generalizada y angustiosa?

Yo prefiero terminar, como suelo hacer siempre que puedo, con un canto a la vida y a la muerte como culminación de una “buena vida”, en este caso con el poema de un poeta, Rilke (+1936), tan grandioso como no sospechoso: “Pues lo que hace extraño y penoso al morir / es que no es nuestra muerte; / es una que nos toma al final, / ya que no supimos madurar ninguna. / Por eso viene un ciclo y a todos nos barre… / Da, Señor, a cada cual su propia muerte, / el morir que sale de cada día, / donde el hombre tuvo amor, sentido y pena”.

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