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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Aprestándose para la juerguísima

Las celebraciones de Nochevieja

Aprestar: disponer lo necesario. Juerguísima: sustantivo superlativo, categoría gramatical que me enseñó el bedel de mi instituto de Villablino, hombre para quien no existían pupitres XXL ni borradores grandes sino pupitrísimos o borradorísimos. Pero a lo que voy. Un entretenimiento de mi padre consistía en madrugar el primero de año para contemplar los restos callejeros de la juerguísima adulta, el espectáculo de quienes intentaban retornar a casa ahítos de los vinazos y coñás embaulados en Nochevieja. “Hoy vi a dos que se decían alternativamente: súbete tú encima de mí, que vas más borracho; lo intentaban, caían los dos y otra vez a empezar”, nos contaba regocijado a la vuelta. Pasé mi pubertad ansiando que llegara el 31 de diciembre, Nochevieja, fin de año, para correrme mi juerguísima púber. Era el único día en que a un chaval como Dios mandaba se le permitía salir por la noche tras el toque de queda habitual no escrito.

Tan moderada expansión compensaba el abstenerse de juerguísima alguna el resto del año. Y eso en un mundo sin móvil, solamente con aquel teléfono de pared que tenían los vecinos pudientes, sin videojuegos ni pantallas, sin kedadas, sin discotecas presuntamente desalcoholizadas, con la Guerra Civil a menos de tres lustros y la posguerra rezumando consecuencias. En un país que “durante unos segundos enmudeció” –título de prensa, aún en 1987− por mor de la saltarina cantante Sabrina quien enseñaba un poco de teta al bies, de pasada, como sin querer, visto y no visto. ¿Cómo no aguardar en mi 1960 la juerguísima, la diversionísima, el ocísimo nocturnísimo de fin de año para dispersar el grisísimo ambiental un rato? Ya nada es así, natural y quizá afortunadamente: con lo cual finalizo aquí mi batallita cebolleta que a cuarentones, milenials, adolescentes y jovenzanos les traerá sin cuidado si leído la hubiesen. Hoy se vive –quien quiera y pueda− en la juerga a la carta: todo el año es Nochevieja. Un laborable martes de octubre, hasta arriba de decibelios. El miércoles de ceniza, miércoles de botellón. “Vivo me entierren” (cortesía del cantautor Peret) si no he visto y oído yo en Cádiz ensayar los carnavales en verano. Lo resumía el grandísimo Umberto Eco, que aquí parafraseo: “¿Qué sentido tiene celebrar una Nochevieja en un mundo que nos la propone trescientos sesenta y cinco días al año?”

Ha sido 2020 un año espantoso. Se ha llevado por delante mogollón de personas y cosas y animales. Ha llenado de espanto nuestro antes mullido primer mundo (¡qué habrá sido en los otros!). 2020 nos ha revelado cómo somos a poco que sepamos mirar alrededor: en esta columna me cansé de escribir que la pandemia no iba a hacernos mejores, así, en general, como decían quienes vivían en los mundos de Yupi y de osos panda o koalas. Era evidente. Y más lo sigue siendo, pues el Poder no ceja en sus amenazas para que nunca sea completa la alegría en la casa del pobre vacunado: la tercera ola o cepa o como den en llamarla traerá un 2021 peor. Entonces, ¿cómo no vamos a aprestarnos a la juerguísima de mañana habida cuenta de cómo pintan el panorama los listos profetas que no supieron −por cierto− o no quisieron ver hace justo 365 días lo que llegaba? Diversión, sí, claro. Pero, ¿es imprescindible que sea con alcohol a retorcer, bien agitado con pastillitas de colores y estrépito auditivo, con cotillón y salsas y eructos, molestando y contagiando a tododiós tanto que haga recordar aquello de “he pasado una noche estupenda, pero no ha sido esta” (cortesía de Groucho Marx)? No es necesario que sigan mi ejemplo, pero uso la Nochevieja justo para lo que me da la gana, para elegir alegre y corta compañía, enorme bocata de muy especial chorizo, sobre de almagato, lametón de “Brel” para dormir… y a ver monadas el 1 de enero. Es mi juerguísima por elección. Sean alegres y felices: elijan, indispensables lectores, lectoras.

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