La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ramón Punset

El espíritu de las leyes

Ramón Punset

Berenjenales jurídicos

La proclividad de los políticos a liarla con las leyes

Es asombrosa la proclividad de nuestros políticos a meterse en charcos, jardines incultos y berenjenales jurídicos, pretendiendo luego que sean los jueces los que arreglen sus desaguisados. La madre de todos los líos de esta clase fue, sin duda, el Estatuto de Cataluña de 2006, elaborado con más adrenalina identitaria que respeto a la Constitución. Cuando un artefacto semejante se pone jurídicamente en cuestión, todo es presionar al Tribunal Constitucional para que tape los enormes boquetes del macro invento con el pladur de sus famosas sentencias interpretativas de rechazo. Esa técnica, verdaderamente mágica, mediante la cual una sentencia formalmente desestimatoria del recurso de inconstitucionalidad resulta materialmente estimatoria respecto de uno de los potenciales significados lingüísticos de la norma impugnada, será, a buen seguro, la que habrá que aplicar a la Ley Celaá en cuanto suprime el carácter del castellano como lengua vehicular de la enseñanza.

El Gobierno parece igualmente dispuesto a meterse en el berenjenal del indulto a los presos del “procés” (donde, según y cómo, puede toparse con el rechazo de la Sala Tercera del Tribunal Supremo) o en el de la reforma legislativa dirigida a reducir la punibilidad del delito de sedición, la cual supondría un indulto encubierto otorgado a delincuentes no arrepentidos. También estaba en la mente del Gobierno rebajar de tres quintos a mayoría absoluta la elección de los ocho vocales del Consejo General del Poder Judicial no procedentes necesariamente de la judicatura. Esto podía tener un discutible encaje constitucional, pero en todo caso la idea se vino abajo ante las advertencias de la Comisión Europea sobre su posible afectación al Estado de Derecho. Sí mantiene el Ejecutivo, en cambio, su propósito de limitar los poderes del Consejo cuando se halle en funciones, asunto tampoco completamente pacífico en términos jurídicos.

Ahora bien, los partidos que integran la actual coalición gobernante y también, sorprendentemente, el PP, sin miedo alguno al patinaje constitucional, sostienen últimamente la necesidad de aprobar una Ley de la Corona. Algunos de ellos especifican incluso que se trataría de una Ley Orgánica, cosa que debe parecerles más rimbombante. ¡Nueva y peregrina ocurrencia de la clase política! Ante todo porque las leyes orgánicas, cuya aprobación requiere mayoría absoluta en el Congreso, son únicamente las que expresa, taxativa y exhaustivamente menciona la Constitución. Y ésta, con relación a la Jefatura del Estado, se refiere a tal tipo de normas sólo en su artículo 57.5, de acuerdo con el cual serán ellas las llamadas a consignar las abdicaciones y renuncias regias y a resolver “cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión de la Corona”. Así sucedió con la Ley Orgánica 3/2014, de 18 de junio, por la que se hacía efectiva la abdicación de Juan Carlos I. En consecuencia, la ley de la que ahora se habla no puede ser orgánica.

Dicho lo anterior, ¿puede el legislador ordinario establecer regulaciones adicionales a lo dispuesto en la Constitución sobre la Jefatura del Estado? A mi juicio sí, pero cuidando de no alterar el sentido o el significado de las previsiones constitucionales, lo que le situaría en el mismo plano funcional que el poder constituyente al completar inadmisiblemente la obra de éste. ¡Atención, pues, a este resbaladizo terreno! ¿Para qué se quiere, en realidad, aprobar una Ley de la Corona? Se habla de dotar a la institución de mayor “transparencia” o, más vagamente aún, de “reforzar” a la Corona. Es decir, que ¡vaya usted a saber!

Preocupa mucho –en este caso con razón– el alcance omnímodo de la inviolabilidad del Rey, y se pretende restringirla a los actos mediante los que ejerce sus funciones de Jefe del Estado, con exclusión, pues, de los actos de naturaleza privada (como serían, por ejemplo, los ilícitos tributarios). A este respecto, sin embargo, nada puede hacer el legislador ordinario y se precisaría una reforma de la Constitución, la cual es terminante al proclamar que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (art. 56.3). Los de Unidas Podemos quisieran que esta inviolabilidad no amparara ya al Rey Emérito en relación con sus actos privados anteriores a la abdicación. Ahora bien, la inviolabilidad es perpetua y, además, el derecho fundamental a la legalidad penal (art. 25.1) impediría dar carácter retroactivo a la responsabilidad a posteriori.

Entonces, ¿qué? En todas estas maniobras se conjuntan la presión de Podemos y los nacionalistas con la crisis de imagen de la institución. Pero la solución no es jurídica, sino política: dejen al Rey hacer su trabajo, que lo desempeña muy bien. Y no caigan en los enredos de los enemigos de la Constitución.

Compartir el artículo

stats