Uno de esos obstáculos tradicionales que impiden hoy tanto el progreso como la felicidad de los individuos (aquello que Xovellanos y los ilustrados consideraban el objetivo central de la política) lo constituyen las administraciones públicas. No porque legislen y controlen, que es su papel, sino porque sus dilaciones, su hipertrofia burocrática, sus disfunciones hacen que los trámites se dilaten o eternicen y hagan perder tiempo y dinero a las empresas y a los ciudadanos, infundiendo en ellos el desánimo, la frustración y, en el caso de las empresas, invitando a no arriesgar o a no abrir nuevas líneas de negocio, sino provocando su cierre.
Los ejemplos son legión.
Uno: vecinos con su casa pagada y terminada a la que no pueden entrar: el Ayuntamiento lleva meses retrasando la cédula de habitabilidad, por inoperancia administrativa.
Dos, esta noticia: “Un hombre amputado de una pierna lleva un año sin salir de casa porque el Ayuntamiento no acaba de tramitar la licencia del ascensor”.
Tres, Ayuntamiento de Xixón: “El colapso en las tramitaciones obliga al Ayuntamiento a relajar el control de la concesión de ayudas”. “El servicio de Intervención analizará de forma aleatoria la documentación para dar agilidad a las subvenciones y hará otra revisión a posteriori”.
A confesión de parte, dice el adagio, sobran pruebas.
Y con la pandemia, peor, en todas las administraciones: ERTES que no se cobraban, retrasos para jubilarse u obtener un certificado, obligación de la cita previa para cualquier gestión, que se concede a muchos días o semanas vista, dificultades para realizar trámites por internet o imposibilidad de hacerlo.
¿Todo por el pueblo?
¡Venga ya!