La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Eduardo Jordá

Asaltar el Congreso

Los ataques de los extremistas de derechas y de izquierdas a las instituciones de la democracia liberal

Lo que pasó el día de Reyes en el Capitolio de Washington no debería sorprender a nadie. Desde hace mucho tiempo, tanto en Estados Unidos como en Europa –y mucho más en España–, estamos jugando con fuego con el turbio propósito de desacreditar las instituciones democráticas e introducir la mentira y el odio como los únicos instrumentos de la acción política. Y esto se está haciendo desde los dos extremos del arco político, tanto en Estados Unidos como en España. ¿O es que alguien pensaba que los saqueos y los incendios de las protestas de “Black Lives Matter” no iban a crear una reacción violenta por parte de los partidarios de Trump? Y al revés, ¿es que alguien pensaba que la actitud chulesca y despectiva de Trump y su uso arbitrario del poder no iban a desencadenar una reacción equivalente por parte de sus adversarios más radicalizados? Desde los años 30 sabemos en Europa que los extremos se retroalimentan y que es imposible entender la existencia del fascismo sin haber entendido la existencia paralela del comunismo revolucionario. Y del mismo modo que el fascismo se nutrió de la estética futurista de Marinetti –con su exaltación de la velocidad y de la violencia y de las vanguardias artísticas–, el comunismo ruso tuvo a su Maiakovski que exaltaba también la velocidad y la violencia y las vanguardias artísticas. La única diferencia es que unos lo hacían en nombre del fascismo y otros en nombre de la Revolución, aunque el resultado –el odio a las instituciones de la democracia liberal, la apología de la violencia, el desdén por el acuerdo político– fuera exactamente el mismo.

El problema es que muy poca gente quiere reconocer esta triste verdad. Y nos gusta desacreditar las instituciones democráticas –o incluso amenazarlas y atacarlas– cuando nuestros adversarios están en el poder, pero cuando lo ocupamos nosotros, esos ataques son maniobras intolerables de golpes de Estado que deben ser combatidas sin piedad. Y los mismos que organizaron en Madrid las manifestaciones de “Rodea el Congreso” en 2012 y en 2018 –acusando al Parlamento libremente elegido de ser una “mafia corrupta y criminal”– son los que ahora se escandalizan de que los partidarios de Trump no sólo hayan rodeado el Capitolio de Washington, sino que también acabaran asaltándolo siguiendo a un chiflado con un tocado de bisonte en la cabeza. Y por la misma razón, los partidarios de Trump que se pasaron dos meses en EE UU denunciando un supuesto fraude electoral y criminalizando las instituciones democráticas –a las que acusaban de ser mafiosas y corruptas– ahora se extrañan de que los vándalos que asaltaron el Capitolio vayan a ser acusados de sedición y de que el propio presidente Trump pueda acabar sentado en el banquillo. Pero ¿cómo diablos no se dieron cuenta de que una cosa llevaba directamente a la otra? ¿Cómo no fueron capaces de ver que todo lo que hacían y decían iba a tener sus consecuencias? Pero eso es lo que pasa cuando uno se dedica a jugar con fuego: tarde o temprano acaba quemándose. Y de paso, tarde o temprano acabó provocando un incendio que puede destruir su país.

Y todo esto, repito, es asombroso. Aquí, en España, y sobre todo en Cataluña, llevamos años diciendo que no había que “judicializar la política” y que los actos ilegítimos del 1 de octubre en el Parlament de Catalunya eran gestos “puramente simbólicos” que no podían tener consecuencias judiciales. Pero ¿cómo diablos podían creer los independentistas que sus actos no iban a tener consecuencias si habían dinamitado la legalidad y habían dado un “golpe de Estado” institucional? ¿Es que unos sucesos tan graves podían quedar impunes? Lo que se hizo en el Parlament de Catalunya –donde poco después se produjo un intento de asalto, por cierto, que no triunfó porque la policía fue mucho más efectiva que en Washington– fue un delito gravísimo que no podía quedar sin castigo, del mismo modo que no puede quedar sin castigo –y Trump debería pagar por ello– el asalto al Capitolio de Washington. Esta semana nos hemos llevado las manos a la cabeza cuando hemos visto al chiflado con los cuernos de bisonte haciéndose selfies en la tribuna del Congreso norteamericano, pero aquí mismo, en Barcelona, vimos a tropecientos alcaldes enarbolando varas –o lo que fuesen– en el Parlament cuando se proclamó una independencia ilegal que se había saltado todos los procedimientos democráticos. Y ahora, justamente, todos los que aplaudían con las orejas la proclamación ilegal de independencia catalana exigen un castigo ejemplar para la extrema derecha trumpiana. Pero ¿es que no ven que hicieron lo mismo? ¿Es que no se dan cuenta de que son exactamente iguales? ¿Es que nadie quiere ver que el respeto a las instituciones democráticas es el único fundamento de la convivencia democrática? Pues no, está visto que no.

Compartir el artículo

stats