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Roberto Granda

El Club de los Viernes

Roberto Granda

Esbirros

La gestión del Gobierno con la pandemia

Pocas profesiones ofrecen la posibilidad de perder la dignidad de forma tan insolente, descarada y visible como la de periodista servil, incluso de servir a causas funestas. Con hipócrita desparpajo. Sin consecuencias e incluso, a veces, con jugosos beneficios.

Una de las operaciones más lamentables desde el punto de vista de la agitación y la propaganda, en la construcción de eso que ahora llaman el relato, y que es una más de esas roñas malsanas que carcomen las democracias, fue la maquinaria que se puso a funcionar durante las semanas que se sucedieron entre que el coronavirus hizo su aparición al Este del orbe, llegaba a España y hasta que se disparó de forma trágica e incontenible el número de fallecidos.

Sólo más tarde se supo que desde principios de enero habían llegado informes de Seguridad Nacional que alertaban de la letalidad del nuevo enemigo pandémico, y que las autoridades estaban perfectamente enteradas de todo, de que no era “una gripe común” y de la certeza de la llegada a nuestro país. Pero se elaboró una ficción desinformativa donde los complacientes chusqueros afines al Gobierno (tanto de alto salario y rostro reconocible como de paupérrimas remuneraciones) se pusieron de acuerdo para servir a un fin político. Ahí están los vídeos, por ahí permanecen los tuits, ahí quedan las hemerotecas. Incluso desde El Club de los Viernes hicimos una esclarecedora recopilación, indignante y truculenta en su contenido. Porque no se limita a un asunto de mala praxis profesional, esos documentos probatorios evidencian una baja condición de la naturaleza humana. Ya que el objetivo era convencer a la incauta población de la inexistencia de una amenaza real (uno o dos casos, como mucho) para que llenara sin problemas las calles en el aquelarre de género (del género bobo, concretamente) que tenían montado para marzo.

En el fondo, qué ingrata es la labor de esos que, creyendo estar defendiendo causas justas y necesarias que sólo existen en su manufacturado universo progre, se dedican a ser voceros del poder incluso en cometidos que implican un grave riesgo para la salud pública. Fabricar mentiras a toda marcha para que un molesto bichejo asiático no estropeara la agenda ideológica del Gobierno más infame que recuerda nuestra cuarentona democracia.

“No se podía saber”, seguían manteniendo, los muy cretinos, una vez que los ataúdes colapsaban los tanatorios y los medios ofrecían como anestesia la dicharachera imagen de los más imbéciles de cada barrio dando la nota en los balcones, que la fiesta tenía que continuar.

Es cierto que en la conjura no participaron únicamente periodistas, también se sumaron a la causa de Sánchez e Iglesias, de Calvo y Montero (que era la causa del embuste a sabiendas, “el coronavirus, tía”) vocingleros tertulianos de engreído porte chulesco, políticos repitiendo la voz de su amo y hasta algunos sanitarios con afición a chupar cámara y culos, evidenciando su miseria moral como propagandistas gubernamentales, usados como arietes mediáticos a sueldo del rodillo, o simplemente patéticos palmeros vocacionales, tejiendo la red de mentiras en la que tantas vidas quedarían atrapadas. Tapando una gestión sanitaria catastrófica mientras padecíamos a enfermeros haciendo bailes y parodias grotescas en redes sociales.

Y hasta los fans más descerebrados del siniestro mendaz Simón celebraban que en mitad de la sangría de muertos se fuera a hacer el saltimbanqui para la televisión, porque necesitaba “descansar”. Su labor despreciable de tonto útil le había agotado, al muchacho trepador. Convertir en estrella de la TV a un tipo que tendría que estar en una celda a la espera de juicio es de esas cosas que son posibles en esta España tan necesitada de referentes.

Lo más sangrante, lo que ayuda a envilecer un noble y necesario oficio hasta limites insospechados, es que todos los correveidiles con y sin título periodístico siguen ahí, altaneros y orgullosos, dando lecciones de moral, esputando carroña ideológica por los platós, haciendo como que ellos no dijeron ni escribieron nada, como que todo se hizo a la perfección, como si nada hubiera pasado. Han pasado más de 80.000 muertos que no lo podían saber.

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