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José Antonio Díaz Lago

Usted puede ser un anarcocapitalista

La sobreabundancia de normas que acogotan a los ciudadanos y solo se cumplen a conveniencia de las administraciones públicas

Banerjee y Duflo, dos premios nobeles de economía, cuentan cómo una comisión del Banco Mundial sobre causas de la pobreza en el mundo, integrada por economistas ilustres, expertos variados y mandatarios de más de veinte países generó muchos informes, pero no fue capaz de llegar a ninguna conclusión determinante sobre la cuestión, salvo la siguiente: “Deben ustedes seguir confiando en los expertos”.

Sin embargo, la doctrina no es unánime, porque hay una corriente en economía que se denomina a sí misma anarcocapitalismo o capitalismo libertario, cuya confianza en los Estados y sus instituciones, incluyendo los Gobiernos, es más bien escasa, de tal modo que a su lado un liberal parecería un conservador retrógrado. Uno de sus más insignes representantes, Walter Block, escribió hace años un libro (al que titulaba con sorna “Defendiendo lo indefendible”) por el que desfilaban tipos con ideas originales e innovadoras, las cuales podrían ser útiles socialmente, salvo por el embarazoso detalle de que no cumplían la legalidad. Sin perjuicio del tono tan provocador como divertido del libro, Block extraía dos conclusiones algo más serias: la primera es que hay demasiadas normas innecesarias que, además, actúan como barreras de entrada impulsadas por determinados grupos (no necesariamente empresas) para evitar la competencia en sus ámbitos; la segunda conclusión era que lo deseable es que haya pocas normas, pero que se cumplan.

Difícil reto, especialmente en España, donde, desde cualquier instancia social o política, se insta continuamente a reducir la burocracia. Al mismo tiempo –en una contradicción flagrante–, la amplia estructura institucional de la que nos hemos dotado (Estado, Corporaciones Locales, Comunidades Autónomas) nos inunda con una producción constante de leyes, reglamentos y, cada vez más, el abusivo y extraordinario decreto–ley. El economista Carlos Sebastián, en su libro “España estancada”, ha calculado que España tiene diez veces más normas en vigor que Alemania, siendo la descentralización de ambos países similar.

Se ha creado un complejo entramado jurídico difícilmente digerible para los especialistas y empleados públicos y que acogota a los ciudadanos, los cuales, si encima topan con un responsable reglamentista que se atiene a la literalidad más estricta sin atender a razón alguna, que Dios les coja confesados. Por el contrario, cuando se trata de interpretar la aplicación de la legalidad para sí mismos, en algunos ámbitos institucionales está empezando a pasar lo mismo que con las promesas y compromisos electorales, que se relativizan a conveniencia de quién los interpreta. Donde dije digo, digo Diego y donde pone que hay que hacer esto bien pudiera ser que hiciéramos otra cosa. Lo singular del asunto es que este modo de proceder, que socava y resta credibilidad a las instituciones y a quienes las encarnan, no lo llevan a cabo herederos ideológicos del anarquista príncipe Kropotkin, sino firmes creyentes, al menos en apariencia, en el poder redentor del Estado. El comportamiento está lo suficientemente extendido para que empiece a resultar notorio y preocupante, no solo porque quienes lo realizan no parecen estar expuestos a sanción social de relevancia, sino porque hay una suerte de regodeo castizo en el modo en que algunos son capaces de remontarse sobre obligaciones y compromisos que al común de la ciudadanía se le imponen sin paliativos.

No todas las sociedades se comportan del mismo modo. Una de las dos únicas mujeres que han obtenido el Premio Nobel de Economía, Elinor Ostrom (la otra es Duflo), ha trabajado en esta idea demostrando que hay culturas en las que el comportamiento trasgresor de las normas sociales (no solo legales) es castigado severamente por la sociedad. En las sociedades en las que este tipo de comportamientos parece funcionar, por ejemplo, las escandinavas, no hay manuales de comportamientos éticos tan exigentes como los que hay en España, donde los líderes políticos suelen decir con gesto serio y como creyéndoselo que “el que la hace, la paga”, hasta que el que la hace es un cargo importante de su organización, momento en el que sale a relucir la consabida frase “es que este caso es diferente”. Sería quizá aconsejable que no se pusiera tanto énfasis en la teoría y nos aplicáramos más en la práctica.

Esta idiosincrasia nacional se ha trasladado incluso a la gestión de la pandemia. Es inevitable pensar en la soledad que tantos padecen y otros han padecido en esta situación, muchos de los cuales contemplarán perplejos cómo, pese a todo el drama que soportan, y que solo en parte se nos deja vislumbrar, navegamos entre olas que van y vienen, curvas y picos, sosteniendo lo que haya que sostener, y el que venga detrás que arree, y si nieva cómprense ustedes una pala. Así que, visto lo visto, la peculiar manera en que se conducen nuestras sociedades y el grado de virulencia que adquieren los contrincantes, no es extraño caer en la tentación de dejarse seducir por el anarcocapitalismo. Y, en todo caso, parafraseando al más importante teórico de la dirección de organizaciones del siglo XX, Peter Drucker, hay que recordar que cualquier sociedad degenera hacia la mediocridad y el mal funcionamiento si no exige de forma clara a sus mandatarios responsabilidades por los resultados obtenidos.

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