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El desgobierno de la pandemia

La incomprensible falta de mando único en la lucha sanitaria

Tal como había prometido en su discurso de investidura ante los diputados del Congreso, Pedro Sánchez compareció en diciembre por televisión para rendir cuentas de la actuación de su gobierno. De acuerdo con el balance que expuso, su gabinete ha cumplido ya la cuarta parte de los compromisos firmados en el acuerdo de coalición o adquiridos posteriormente por él mismo y los ministros, y tiene activado el 90%. La previsión es que al final de la legislatura el Gobierno habrá desarrollado íntegramente su programa. Los datos facilitados incitaban a reconocer la eficacia del Gobierno y el Presidente no ocultaba su satisfacción.

En un anexo del documento publicado por Moncloa, el grupo de expertos que asesoró al ejecutivo matiza que la rendición de cuentas, que consiste en informar de las acciones realizadas con la debida explicación, y la evaluación son cosas diferentes. Pedro Sánchez dio la impresión de estar alardeando de la excelente nota que merecía su gobierno en vez de proporcionar a los ciudadanos los elementos de juicio suficientes para formarse su propia opinión. La rendición de cuentas, alerta el grupo de asesores en su informe, tiende a convertirse fácilmente en propaganda. Además, los analistas de políticas públicas aún discuten si a la hora de examinar a un gobierno debe valorarse únicamente lo que hace, o también lo que deliberadamente deja de hacer. Con frecuencia, para alcanzar un objetivo los gobiernos deciden inhibirse o dar una respuesta parcial ante un problema.

Lo anterior viene a cuento de la gestión de la pandemia en España. Pedro Sánchez ha reiterado enfáticamente que el suyo es un gobierno “activo, ejecutivo y resuelto”, que tiene la firme voluntad de estar a la altura de los desafíos planteados. Las cifras que facilitó en su bien publicitada rendición de cuentas aportarían sobrada evidencia de ese carácter enérgico. Es cierto que su gabinete pudo comportarse como dice, con aciertos y errores, en el empeño de frenar la primera ola. Pero desde el otoño pasado, cuando dio un paso atrás, descargando en las comunidades autónomas la responsabilidad de adoptar las medidas oportunas, se aprecia un sorprendente cambio de actitud. Entonces proclamó que en adelante su equipo iba a limitarse a tramitar las demandas que le llegaran de los ejecutivos autonómicos. Sin embargo, lo que ocurre en realidad es que el Gobierno central decide libremente cuándo y cómo intervenir y con la misma discrecionalidad acepta o rechaza las propuestas que recibe, filtrando las iniciativas de las comunidades autónomas según criterios mal definidos. Aunque sus portavoces no dejan de alarmar con la velocidad de propagación del virus en las últimas semanas, el Gobierno acaba de rechazar la solicitud de varias autonomías, a la que se han sumado diversas voces, de preparar el terreno legal para imponer restricciones más severas a la movilidad y el contacto social, incluido el confinamiento si fuera necesario.

El Gobierno, por tanto, ha optado ahora por ser el último en reaccionar, no el primero, ante la catastrófica situación presente. Su modo de actuar consiste en ceder el mando de las operaciones, pero sin perder el control. El resultado es que en ausencia de una dirección política clara y decidida que aplique un paquete de medidas de manera homogénea en todo el país, las condiciones específicas en las que viven bajo la pandemia los ciudadanos de las distintas comunidades autónomas establecen diferencias que no siempre están justificadas. Es difícil comprender por qué se puede o no entrar y salir, las tiendas y los bares no tienen los mismos horarios y las reuniones que se permiten aquí están prohibidas allí. Es esta, en resumen, una forma algo distorsionada de poner en práctica la cogobernanza, que resta eficacia a la respuesta que la sociedad española está dando al virus.

Algunas consecuencias son visibles. Los ciudadanos acusan el esfuerzo que exige mantenerse informado de las cambiantes disposiciones con las que se pretende atajar la pandemia en cada lugar. La falta de una actuación conjunta, disciplinada y transparente de los dirigentes políticos en todos los niveles de gobierno provoca una confusión en la que muchos no perciben con claridad la obligatoriedad de las normas y relajan su comportamiento. Y, por último, una cuestión que tiene su importancia aunque parezca secundaria, esta forma de conducir al país dificulta a los ciudadanos el reparto de premios y castigos entre los gestores, por ejemplo mediante el voto, sobre todo teniendo en cuenta que el parlamento ha renunciado a ejercer su función de control en este asunto.

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