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Pere Casan

Esperanza, pero trabajando…

La paciencia y el esfuerzo, elementos indispensables de los grandes triunfadores

Esperanza, pero trabajando…

La puerta principal del antiguo Hospital de Sant Pau en Barcelona está presidida por tres arcos, uno central más amplio, por donde entraban los carruajes, y dos laterales más estrechos, por donde circulaban las personas, uno de entrada y otro de salida. Para sostener tres arcos se necesitan cuatro columnas y su constructor, el arquitecto Lluis Domènech i Montaner (1850-1923) inscribió en cada una de ellas el nombre de las virtudes teologales, virtudes sobre las que pensó deberían fructificar las actividades de este centro asistencial, joya del modernismo catalán de finales del siglo XIX y principios del XX. Fe, esperanza y caridad están escritas en la cornisa de cada columna para recordarnos que al traspasar estos muros necesitaremos de todas ellas para recuperar la salud de los enfermos. ¡Pero las columnas son cuatro y las virtudes solo tres! Necesitaba una cuarta virtud para sostener el edificio y la encontró en una característica de los catalanes, “operibus”: obras, trabajo.

Por sus obras les conoceréis, nos recuerda el Evangelio (Mateo, 7:16-20), en una de sus mejores sentencias y que deberíamos tener siempre presente ante la enorme abundancia de palabras vacías. Obras son amores y no buenas razones, nos repite el saber popular y escribe Lope de Vega en su teatro. El trabajo diario, bien hecho, con responsabilidad y con dedicación nos ayudará a reponernos de las adversidades. “Operibus” está inscrito en la cuarta columna de una puerta que traspasé a diario durante 40 años y que me recuerda ahora, en plena pandemia, la necesidad de ser constantes en nuestra actividad para vencer las dificultades. Pero no olvidemos las demás virtudes, en especial me gustaría centrarme hoy en la segunda, esperanza. “Spes”, escribió Domènech i Montaner en su segunda columna, con la idea que la esperanza debería estar siempre presente ante lo que se desarrollaría en el edificio.

Si analizamos la esperanza desde un punto de vista conceptual podemos sustentarla en varios principios. El primero es la aparición de lo improbable, fundamentado en el margen de probabilidad que proporciona el mero hecho de participar. Incluso cuando estamos sumergidos en el peor de los pronósticos puede ocurrir un hecho que modifique el curso de los acontecimientos y aparezca un rayo de esperanza. El solo hecho de comprar un décimo de lotería hace que pueda coincidir con el primer premio. Para disfrutar de este principio solo se nos pide ser protagonistas del fenómeno y esperar acontecimientos. El segundo principio podemos denominarlo regenerador y no es más que poner de manifiesto aquellas fuerzas latentes que poseen todos los organismos vivos. Cuando parece que la energía ya está agotada, cuando la rendición está cercana, cuando la última célula parece que va a dejar de funcionar, puede instaurarse una fuerza oculta capaz de “regenerar” todos los circuitos y poner nuevamente el organismo en marcha. Este soplo de potencia es capaz de transportar una pesada carga y llevarnos al triunfo. El ciclismo y el tenis saben mucho de esta capacidad. El tercer principio se concreta en la búsqueda de la utopía, tantas veces descrita por filósofos y poetas. Sin un constante caminar hacia un mejor destino, sin el pensamiento dispuesto a generar movimientos políticos o sociales para que el ser humano pueda disfrutar mejor de su breve paso por la tierra, sin este rayo de esperanza centrado en poner a prueba los límites, la humanidad seguiría anclada en la Edad de Piedra. Nos queda un último espacio dedicado a la esperanza religiosa en la vida nueva, aquella que deberá venir después del “valle de lágrimas” de este mundo, el más real de los mundos conocidos. Pero este capítulo no forma parte de la reflexión de hoy.

Debemos recordar siempre que la esperanza no es seguridad, no es certeza. Los hechos deseados pueden ocurrir pero puede que no los veamos hasta transcurrido un tiempo superior al que se nos da. Sucede a menudo que durante una generación se intenta modificar algunas costumbres, que en la generación siguiente aparecen como fenómenos naturales. Tener esperanza es jugar la partida, apostar, ser protagonista, no ser un mero observador. Se nos recuerda que “quien espera desespera”, pero yo añadiría que la paciencia acompaña siempre a los grandes triunfadores. La paciencia y el trabajo diario.

“Spes y operibus”, dos virtudes que fueron colocadas juntas en el templo del conocimiento médico del hospital barcelonés y que el Gran Teatre del Liceu, el templo de la ópera ciudadana, quiso también unir el pasado mes de mayo de forma no presencial, en plena pandemia, al entonar el famoso “Nessun Dorma” de la obra Turandot de Giacomo Puccini (1858-1924). “Nessun dorma, nessun dorma. Tu pure o principessa nella tua fredda stanza. Guardi le stelle che tremano d’amore e di speranza” (“Nadie duerma, nadie duerma. Tú tampoco, oh princesa, en tu fría estancia. Mira las estrellas que tiemblan de amor y de esperanza”). Tras esta noche insomne, la esperanza y el trabajo depositados en las vacunas lograrán que entonemos juntos la estrofa final . “All’alba vincerò, vincerò, vincerò”.

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