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Jorge J. Fernández Sangrador

El otro suero

La piadosa labor de un sacerdote mientras estuvo ingresado en la planta covid de un hospital

No era negacionista, pero se hallaba instalado en la convicción de que el coronavirus no iba a encontrar un habitáculo confortable en su cuerpo y que no penetraría en él durante la segunda ola, al igual que no lo hizo en la primera. Pero lo contrajo, al igual que los ochenta millones de personas contagiadas en todo el mundo.

No quiso indagar cómo sucedió. Más que nada por no desembocar en el quién. Al fin y al cabo era el párroco de una comunidad cristiana numerosa, activa y caritativa. Y no tenía intención de culpabilizar a nadie. Solo al virus. A saber, por otra parte, en dónde lo pilló.

Se sentía cansado. Y tuvo, primero, unas décimas; luego, una tosecilla; después, un resfriado; y, finalmente, con fiebre alta, una pulmonía. Al hacerle la prueba del coronavirus, dio positivo.

Y como le prescribieron el ingreso en el hospital, antes de ir, al preparar la bolsa con el pijama, la bata, el neceser y las pantuflas, pasó por la sacristía para coger una estola, un cáliz, una patena, hostias, vino, un corporal y un purificador. El que fuera a estar aislado no significaba que fuera a quedarse también sin eucaristía. Diría misa siempre que se le presentase la ocasión.

Ya en la planta de afectados por Covid leve, el cansancio y el oxígeno lo obligaron a permanecer en la cama o en una poltrona, pero cuando, de noche, le retiraban el oxígeno y se hacía silencio en el hospital, sacando fuerzas de la debilidad, celebraba misa sobre una mesilla de servicio, en la habitación, con la participación del enfermo de la cama de al lado, que era católico practicante.

La fiebre remitió. Y la necesidad de oxígeno dejó de ser tan apremiante como al principio. Con lo que ya podía salir a estirar las piernas por el pasillo y a visitar a los demás enfermos. Tan solos.

En el bolsillo llevaba algunas formas consagradas, que guardaba amorosa y reverencialmente en el cajón de la mesilla de noche, por si alguien quería comulgar. Y claro que hubo ingresados que le manifestaron el deseo de asimilar ese otro suero que nutre, infunde aliento y da vida.

Nadie parecía saber, o disimulaba, ahora que se pretende retirar los crucifijos de todas partes, cómo es que había uno en la pared de la habitación de un enfermo de Covid que falleció. El sacerdote solicitó entonces de los que estaban al cargo de la planta el que se le permitiese colgarlo del portasueros, ese artrópodo del que pendían las bolsas con las sustancias que le suministraban a través de la vía abierta en el antebrazo. «Ahora, doble infusión de remedios», decía. Era el único crucifijo en toda la planta.

¡Ah, lo que dio de sí aquel kit de sacristía! ¡Cuánto consuelo! ¡Qué paz! Quienes morían a causa de las complicaciones provocadas por el coronavirus tenían allí mismo el funeral, en ocasiones junto a la cama ya vacía. Se creó, además, una pequeña comunidad, formada por seis pacientes, que se reunía para la celebración diaria de la eucaristía y se ocupaba de que no le faltase compañía a quien la demandaba, movilidad al que carecía de fuerzas y evangelio al que ya desesperaba de todo.

Ese modo de ser, estar y hacer es el que hacía consumirse de rabia a las autoridades civiles en la Antigüedad. Y eso que la Iglesia les resolvía lo de la asistencia social a los presos, enfermos, viajeros o hambrientos.

Y mientras haya un sacerdote que celebre la misa y dos bautizados que se nutran de ella, el potencial regenerador de la persona y de la sociedad que ese único gesto y ese pequeño grupo contiene en sí es inimaginable. Como en esta historia, narrada a grandes trazos, que protagonizó un párroco durante los días de aislamiento en la planta Covid de un hospital.

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