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Maribel Lugilde

Oda pragmática al cubrebocas

El fin del Estado de derecho en la democracia parlamentaria

Del “prosopon” con el que los actores griegos se cubrían la cara para interpretar un personaje deriva la palabra persona, esa individualidad irrepetible que somos cada cual. Que haya sido la máscara usada para transmutarse en otro la que haya dado nombre al ser auténtico que está detrás, tiene su punto si a una le da por afilar teorías. Más todavía si reparamos en que durante siglos nosotras tuvimos vedada la entrada en escena, así que eran ellos quienes encarnaban personajes femeninos. Un enredo de usurpaciones –máscara, ser humano, hombre, mujer– para hacérnoslo mirar. Pero prosigamos, la pandemia acecha.

De la máscara del intérprete a la de gas o la sanitaria ya sólo hemos tenido que evolucionar en nuestros conocimientos científicos. Para curar enfermedades o para crear químicos con los que, por ejemplo, ganar una guerra. La etimología sirve de hilo a través de nuestra Historia y desemboca en el presente, momento en el cual hemos de aceptar un hecho contrastado: la mascarilla salva vidas.

Puede que hace un año por estas fechas nos riéramos con las calles asiáticas pobladas de ojos rasgados parapetados tras esas mascarillas cuyo uso subestimamos aquí, instados por nuestros propios expertos e insuflados de esa arrogancia occidental de quien se cree a salvo de todo: tsunamis, hambrunas, golpes de estado, corralillos, pandemias...

El máster en supervivencia que han sido estos meses, desde el estado de alarma de marzo de 2020 al cierre perimetral que reestrenamos hoy, nos han enseñado a tomar nota cada día. Sabemos, por ejemplo, que nueve de cada diez estudiantes positivos por covid se infectó fuera de su aula. Y que en la mayoría de los casos, no llegó a contagiar a nadie dentro; compañeras o compañeros, profesorado o personal no docente quedaron a salvo.

Les confieso que cuando empezó el curso no confiábamos en ser capaces de levantar semejantes muros al virus. En una reunión, en agosto, entre Rafael Cofiño, director general de Salud Pública, y direcciones de centros, se aludía a la “estrategia del queso suizo”: cada medida no es eficaz por sí sola pero es una “loncha” que, en paralelo a otra, tapa los posibles “agujeros”. Muchos nos apuntamos el concepto.

Todo está sumando: grupos reducidos y estables de alumnado, control de accesos, limpieza individual del puesto de estudio, geles, mamparas, detectores de CO2, llaves amaestradas, protocolos de higiene, limpieza y ventilación, salas de aislamiento… Pero sabemos que es ella, la mascarilla, ese fenomenal incordio, el último parapeto.

Paliando como podemos el sacrificio académico de este tiempo de cólera, soñando con otro septiembre, nos aferramos al cubrebocas. Con humildad, por puro pragmatismo. Por favor, tomen nota.

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