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Matías Vallés

Las elecciones portátiles

El intento del Gobierno catalán de retrasar las votaciones autonómicas

Obama distinguía entre guerras de necesidad, véase Afganistán, y guerras de conveniencia, véase Irak. Todas las crisis admiten esta clasificación, son necesarias como el coronavirus o convenientes como el independentismo catalán. Por tanto, la pandemia debería facilitar un higiénico apartamiento de la transitada senda del conflicto lacrimógeno entre soberanistas y constitucionalistas. No ha ocurrido así, y la Generalitat a medio derruir se amparó en las estadísticas sanitarias para disolver primero el siempre engorroso Parlament con la excusa de las urnas. A continuación, se suprime la convocatoria y se amarra un poder indefinido.

Se ha hablado del miedo de los independentistas a Illa, una excusa que parecerá descacharrante así que pasen unos años, y que en todo caso demuestra la autoconfianza en barrena de los antaño díscolos. La instauración de unas elecciones portátiles que abortó sabiamente el Tribunal Superior catalán, no descarta la improvisación de unas votaciones flash, utilizando urnas que aparezcan y desaparezcan igual que en el referéndum o en unas rebajas de última hora.

Si se logra la abstracción del conflicto futbolístico entre Madrid y Barcelona, se captará mejor que la postergación de las elecciones “ad calendas graecas” refleja uno de los efectos secundarios de la pandemia, también socialmente letal. La imposición indiscriminada de restricciones ha otorgado a los gobiernos estatales y regionales un poder inusitado. Conviene admirar con cierta pausa el marco dictatorial que permite prohibir la salida de sus domicilios de ciudadanos intachables, que no padecen enfermedad alguna. Refugiarse en que las limitaciones de libertad son temporales equivale a olvidar dolosamente la tendencia de los gobernantes de todo pelaje al abuso. Por fortuna, la feria electoral es el mayor espectáculo del mundo. Acabarán con la democracia, pero con las elecciones no hay quien pueda.

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