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José Manuel Ponte

De los exiliados y sus clases

Las declaraciones de Pablo Iglesias sobre Carles Puigdemont

De derecha a izquierda, la equiparación que hizo Pablo Iglesias entre el exilio republicano iniciado tras la definitiva derrota militar en 1939 y la situación de Carles Puigdemont en una lujosa residencia en la ciudad belga de Waterloo ha recibido todo tipo de críticas. Unos se dicen sorprendidos por el hecho de que el vicepresidente tercero, doctor en Ciencias Políticas y profesor universitario, catalogue como “presos políticos” a los condenados por sedición y desobediencia por el Tribunal Supremo de una nación homologada como democrática. Y otros se escandalizan del compasivo trato de “exiliados” a los que son simplemente “fugados de la Justicia”. Claro que también merecerían esa consideración, y con más motivo, los “fugados de la injusticia”, que en este caso serían los miles de españoles que tuvieron que abandonar su país para buscar refugio en Francia huyendo de las tropas franquistas tras la Guerra Civil. Han pasado ochenta y dos años, pero la imagen de aquella gente, que lo había perdido todo, arrastrando los pies hacia la frontera todavía estremece. La ficción de que el Gobierno republicano se mantenía en el exilio a la espera de recuperar el poder fue decayendo poco a poco, mientras las democracias occidentales reconocían como jefe de Estado a Franco y como sucesor al Príncipe Juan Carlos de Borbón. A partir de ese momento, cada cual escogió el exilio que más le convenía. Los hubo como Ortega y Marañón que quisieron mantener su estatus de figuras de la intelectualidad a cambio de darle lustre a la dictadura, y retornaron. Y como ellos, discretamente, otros muchos, porque hay que seguir viviendo de las profesiones u oficios que uno conoce sin hacerse cómplice (en sentido lato) de ninguna tropelía. A propósito de lo que antecede, me viene a la memoria un caso. Estaba almorzando con mi padre en el restaurante del desaparecido hotel Gayoso de Luarca y, mientras disfrutábamos de su excelente cocina, debatíamos sobre cuál podría ser la mejor salida profesional para mi recién estrenada licenciatura en Derecho. Mi padre sostenía que cualquiera de las que previa oposición oferta el Estado. “En España no se respeta otra cosa –sentenció–, de modo que a hincar los codos”. Después, bajando un poco el tono de voz, dijo: “¿Ves aquel señor canoso que está sentado a la mesa con otras dos señoras junto a la ventana? Es un insigne jurista luarqués –prosiguió– algo pariente de tu abuela. Presidió el tribunal profesional que ratificó la condena a muerte por un tribunal popular de José Antonio Primo de Rivera. Estuvo en el exilio, pero una hija gestionó ante altas instancias del Régimen su regreso a España y ahora creo que le han restituido su dignidad como magistrado y hasta pagado los atrasos”. Dicho eso, y con un gesto malicioso, reanudó la agradable tarea de diseccionar un besugo a la espalda. No todos los exiliados tuvieron la misma suerte. A un profesor mío del Bachillerato le desposeyeron de una cátedra de Ciencias recién conquistada y hasta la Transición no se la repusieron. Tenía que presentarse en la Comisaría todas las semanas. Hay muchas clases de exiliados.

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