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Paco Abril

Leemos para satisfacer el hambre de la cabeza

La pasión por la lectura

Nunca me había formulado la pregunta de por qué leo, igual que tampoco suelo preguntarme por qué respiro o por qué como.

Inhalamos aire por necesidad, nos alimentamos también por necesidad. Lo mismo podemos afirmar de la lectura: leemos por necesidad.

Sé que esta afirmación puede considerarse desproporcionada e inadecuada. ¿Cómo van a ser comparables esos imperativos vitales con leer? ¿Acaso no podemos vivir siendo analfabetos?

Un niño de los tantos que viven marginados en el cuarto mundo de las ciudades le manifestó a una maestra: “Quiero aprender a leer porque tengo hambre en la cabeza”. La potente metáfora de ese sabio poeta ignorante me impulsa a considerar la lectura como una exigencia apremiante.

Examinemos, para justificar esta tesis, el kit de supervivencia con el que los seres humanos llegamos al mundo. Venimos provistos de dos tipos de conducta de apariencia dispar y contradictoria.

Una es la conducta afectiva o de apego, que tira de nosotros hacia adentro. A cualquier edad, y durante toda nuestra existencia, necesitamos sentirnos queridos, y no solo que nos digan que nos quieren, que también. Este comportamiento nos ata a quienes nos proporcionan afecto, nos apega con fuerza a quienes nos aman. Para muchos animales, entre los que nos contamos, esta conducta es su mejor seguro de vida.

A la vez disponemos de una conducta indagadora o exploratoria, que tira de nosotros hacia afuera. Nacemos con detectores para asombrarnos, para preguntarnos, para tratar de saber el porqué y el cómo de las cosas. Esta conducta nos impulsa a interesarnos por todo, a adentrarnos en lo desconocido, a ir siempre más allá, a salir al mundo, a superar cualquier cabo del Miedo que se nos interponga en el camino. Es decir, nacemos para ser filósofos, exploradores, artistas o científicos, aunque ejerzamos como tales solo en el interior de nuestra mente.

A estas dos conductas, me atrevo a añadir otra: la llamaré conducta fabuladora. Los humanos somos seres extraños que creamos mitos, leyendas, explicaciones fabulosas de lo que no entendemos. Somos cuentos de cuentos que vamos contando cuentos.

Comparto lo que escribió el gran investigador Stephen Greenblatt: “Los humanos no pueden vivir sin cuentos. Nos rodeamos de ellos; se los contamos a nuestros hijos; pagamos para que nos los cuenten. Algunos los creamos de manera profesional. Y unos pocos –entre los que me incluyo– pasamos toda nuestra vida de adultos tratando de comprender su belleza, su fuerza y su influencia”.

Pero ¿por qué estamos enganchados a esas historias fabricadas con los materiales de las mentiras? Todos los estudiosos de los relatos coinciden al afirmar que inventamos relatos, los escribimos y los atesoramos en libros para darle sentido a la vida, que creamos historias para comprender lo extraño de la condición humana.

Pues bien, para satisfacer las acuciantes demandas de estas tres conductas es preciso leer.

Es necesario leer para entender el enrevesado mundo de los sentimientos, como nos reclama la conducta afectiva. Es necesario leer para descubrir y comprender las complejidades de la realidad, como nos demanda la conducta exploratoria. Y es necesario leer para satisfacer la extraña adicción humana a los cuentos, que, por otra parte, son imprescindibles para la supervivencia. La conciencia constante y plena de nuestra situación vital nos haría insoportable la vida. De acuerdo con el dramaturgo Eugene O’Neill: “Todo mortal necesita defenderse mediante ficciones”.

Sí, leemos para satisfacer el hambre de la cabeza.

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