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Naciones a gogó

La igualdad de todos los españoles y los territorios que no importan

Hace tres años, el ahora presidente del Gobierno español decía que en España había cuatro naciones. El flamante ministro de Política Territorial las ha elevado a nueve (incluyendo Navarra porque, dice el ministro, lo pone en el preámbulo de su Estatuto). El resto, Asturias incluida, no se sabe muy bien lo que es en el imaginario del Gobierno, quizá regiones, aunque para ser nación bastará, por lo visto, modificar el preámbulo estatutario y, por ese camino, podemos llegar a ser diecisiete naciones en lugar de diecisiete comunidades autónomas. Bien sencillo y bastante práctico.

Sin embargo, a los nacionalistas ibéricos no creo que les hiciera gracia que hubiera tanta nación. En términos económicos se produciría una especie de rendimiento marginal decreciente; es decir, a medida que se incorporaran más naciones al entramando institucional menos se podrían hacer valer las supuestas diferencias, a las que tanto rendimiento sacan los nacionalistas. En efecto, todos somos ciudadanos españoles, pero algunos tienen además “otra” nación que les diferencia de los que no tienen otro país que la malhadada España. Si todos tuvieran, además de España, su nación particular, pues la cosa perdería la gracia y sería más difícil explotar “el hecho diferencial”, que se constituye siempre como un modo de obtener ventajas diversas para los territorios regentados por nacionalistas. Claro que tal proliferación de naciones conllevaría cambios normativos inevitables; por ejemplo, nuestra Constitución empieza diciendo: “La Nación española…”; ya deducirán ustedes que, con tanta nación añadida, eso chirría.

No deja de resultar llamativo que territorios históricos, que fueron naciones perfectamente acreditadas durante siglos, como Castilla o Asturias, no sean ahora más que regiones, mientras que algunos territorios – que prefiero abstenerme de citar– que nunca fueron entidades políticas reconocibles más que en el imaginario de los nacionalistas pretendan ser naciones indiscutibles. Ser ciudadano español y tener otra nación a la que te puedas ir como no te quieran bastante ensancha mucho el espíritu y te permite ser condescendiente con quienes no tienen más que una nación a la que asirse. Los nacionalistas no se suelen reconocer como tales, prefieren llamarse independentistas; y no se quieren ir porque se sientan superiores, dicen, sino porque están cansados de hacer pedagogía con gente obtusa y creen que solos gobernarían y vivirían mucho mejor. Ningún sentimiento de superioridad anida en tales ideas, como es obvio.

Sentimientos y emociones aparte, el nacionalismo en España funciona. O sea que permite tener un peso específico muy por encima del que corresponde a la población de los territorios donde se asienta y se vuelve clave para la gobernabilidad de España, lo que naturalmente otorga el derecho a pasar la factura correspondiente que, agudizando las contradicciones, puede hasta pasarse dos veces en una semana, como ocurrió en la moción de censura del año 2018. Esto último lo explicaba muy bien en un reciente artículo Joaquín Leguina, reclamando la reforma de la ley electoral; lástima que no lo dijera cuando era un mandamás del partido gobernante.

A las ventajas políticas del nacionalismo se unen, de modo indefectible, las económicas. Un amigo nacionalista vasco me decía recientemente que la política es muy complicada: “Aquí se puede optar por votar a otros partidos, pero entonces en este pueblo ya sabemos lo que hay, que se recibirán menos fondos del gobierno”. Como ahora ya se puede hablar, pero es mejor no tocar los sentimientos atávicos, apuré el trago de txakoli y cambié de tema, sin dejar de pensar que lo que explicaba tenía poco de complicado y era, más bien, una forma elocuente de describir la situación. Si no puedes vencer a tu enemigo únete a él, dice el refrán. Así que quizá la mejor manera de acabar con los nacionalismos es que todo el mundo sea nacionalista. Puede que así se hiciera realidad el artículo catorce de la Constitución: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Como novedad vendría bien que este artículo se cumpliera y que un ciudadano de Cáceres o de Cangas del Narcea se equiparara a un ciudadano de, pongamos por caso, Llodio o Estella en la financiación que reciben sus respectivas autonomías.

Díez-Minguela y otros autores explican en “El final de la convergencia regional en España” la paradoja del desarrollo regional en España: convergencia entre territorios (disminución de diferencias de desarrollo económico) desde finales del siglo XIX hasta 1980, y divergencia (incremento de diferencias) desde ese año hasta ahora. Que ese proceso es hasta cierto punto general en Europa y que se acusan los efectos de la globalización, es cierto; que en España es mucho más acusado, también, y que algo tendrá que ver la asimetría en el trato a los territorios, seguramente. Para los territorios más desfavorecidos en este proceso se ha acuñado en economía regional un término: “places that don’t matter” (territorios que no importan). Por ello, podría resultar conveniente en Asturias, en defensa de la industria que queda, del empleo que cabría crear y de la población que convendría asentar, que se pusiera pie en pared por quien proceda (además de lanzar inflamados discursos de orgullo regional) para que, nadie osara pensar que este es un territorio que no importa, puesto que ese sería el mejor caldo de cultivo para los populismos políticos y las revueltas sociales.

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