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Lauren García

El abrazo

El ser humano es un huérfano alicaído sin bar, un fugitivo de la añoranza. La pandemia nos ha dejado sin nuestros templos, donde el fuego sagrado de lo humano se implanta en la palma de la mano. Hogares de segunda mano, en algunas ocasiones, más cálidos que nuestra propia casa. Inevitables cierres a veces. Pero cuando el temporal amaine y en la ansiada vuelta a la normalidad, los bares han de volver a mostrar el poder de su termostato, su inevitable elemento dinamizador de veladura humana.

La cultura del chigre que tenemos en Asturies sirve para definirnos como pueblo, igual que el olor a sidra sobre el serrín. Nada más gratificante y decoroso para saber cómo está la vida que una conversación con un camarero. El desierto incomunicativo del confinamiento nos ha dejado sin el pincho del mediodía, sin el aroma del café envolviendo a un periódico en papel, al que algunos agoreros quieren ver desaparecer. Terrazas sobre las que ver pasar la tarde con ojo de halcón. Y un personal humano que tiene su sustento en ese universo de sensaciones sobre dimensionales que albergan cuatro paredes.

En las cafeterías, los pubs y demás hemos amado la languidez del instante, nos hemos confesado sin miramientos ni espesuras. El covid ha obligado a alterar conductas, esperemos que no las trastoque para siempre. Estamos exentos del verbo compartir. En los bares aprendimos a maldecir la muerte que ahora nos atenaza, a amplificar nuestra condición del mundo. Cultura popular, libre de remilgos y espacio para ahondar en la vivaracha fraternidad.Ahí están resistiendo como monumentos olvidados, como casas en ruinas que acogieron historias entrañables, desveladas mirando de soslayo al reloj. Progresivamente mientras la pesadilla va esfumándose habrán de volver los brindis verdaderos, la mirada a través de los cristales donde avanza sin torpeza la vida.

Sin la hostelería perdemos la belleza de mirarnos en la pupila del otro. A ambos lados de la barra se vive mejor. Señores, hemos de beb’ernos mucho dolor.

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