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José Martínez Jambrina

La soledad en el rebaño

La responsabilidad individual ante la pandemia del coronavirus

“La muerte en directo” es una película dirigida, en 1980, por Bertrand Tavernier. Protagonizada por Harvey Keitel y la bellísima Romy Schneider, cuenta los últimos días de la vida de una enferma terminal de cáncer que es seguida ininterrumpidamente por un hombre con una cámara de vídeo implantada en su cerebro y que retransmite la agonía de la mujer para un programa de televisión. La película se ubica en una sociedad deshumanizada en la que la muerte es la única emoción que atrae la atención de las masas. En la misma película unos padres de niños en edad escolar se manifiestan para pedir “profesores humanos” para su hijos. Y la moribunda que interpreta Romy Schneider acude al asilo donde reside su padre enfermo de Alzheimer para despedirse de él y se va criticando la atención que reciben allí los ancianos. ¡Ah! y las novelas de mayor éxito las escribe un ordenador a base de algoritmos. Todo muy actual.

“La muerte en directo” ha sido una película infravalorada, pero que la pandemia ha devuelto a la actualidad.

La epistemología del asunto, desde el periodismo, puede ampliarse leyendo la entrevista que, en el año 2004, Arcadi Espada le hizo a Susan Sontag para “Letras Libres”. La muerte, desde que nació la fotografía, pasó a formar parte de la exhibición pública y que las “palabras pesan, pero las imágenes conmueven”. Pero ese es otro debate.

Desde que hace más de un año el mundo entero se está peleando con el virus que vino de Wuhan, las quejas sobre la escasa aparición en los canales informativos de imágenes de víctimas de la pandemia es un lugar común.

En España, el Gobierno ha hecho una pésima gestión del conflicto ético que hay tras el fundido mediático que hemos vivido y seguimos viviendo. Ciertamente hemos asistido a situaciones inéditas: la foto más atrevida tal vez haya sido la de una colección de féretros en el Palacio de Hielo de Madrid. ¡De féretros! La muerte de la covid, en general, se ha oscurecido, nublado. También es cierto que la dureza de la muerte de un ser querido es incompatible con ese completo estado de bienestar físico y mental que la OMS define como “salud total”. Acabarán las almas más bellas por transformar la muerte en “una major naixença”, que dijo el poeta Joan Maragall. Se comprende que nos protejan de tanto desconsuelo, aunque sea a costa de nuestra autonomía para decidir.

Es cierto que la desmesura española no encuentra parangón en este tema. Pero el caso es que la mayoría de los países europeos han seguido pautas similares. La gestión informativa de la muerte cambió tras el 11 de Septiembre de 2001, tras los atentados de Al-Quaeda contra Estados Unidos. La propia Sontag afirmó que la mayor parte del archivo fotográfico de esos ataques está vetado por la autoridades.

La influencia mediática en la conducta y en el estado anímico de la población es muy potente. Tal vez nunca antes los Gobiernos habían tenido tanto poder para controlar a sus ciudadanos como el que tienen ahora. Es lo que explicó el sociólogo David Riesman, en su libro “La muchedumbre solitaria” (1950). Desde la aparición de la televisión, y no digamos con el brío de las redes sociales, somos barquillas rotas, al albur de las noticias difundidas de forma interesada. Pocas sociedades se han revelado tan obedientes como las occidentales ante las restricciones de la libertad impuestas por la pandemia. Pavlov puede estar contento. Así como Gustave Le Bon con su “Psicología de las masas (1911)”. Pero los datos que predicen el comportamiento ovino de las sociedades civilizadas está en David Riesman. La “tele” liquidó el libre albedrío, no le den más vueltas, muestra Riesman.

Ante todo lo expuesto, sería interesante saber cual es la mejor manera en la que los medios de comunicación puedan ayudar a víctimas, familiares y profesionales que atienden a los enfermos a salir lo menos dañados de esta tragedia. Siempre he pensado que los medios de comunicación deben dar cuenta de todo lo que suceda. Pero estamos ya en una situación crónica. Por desgracia, de todo esto hemos tenido noticias dos veces antes en un año. Pero los datos que manejamos en los servicios psiquiátricos es que carece de sentido este goteo instantáneo, persistente, diario, reverberante y agotador de cifras sobre brotes, positivos, hospitalizados, fallecidos así como varios miasmas más. Nadie se beneficia de ello. Desconozco los clickbaits de las empresas de comunicación. Pero tenemos ya estudiosos que informan que entre los grupos de riesgo de padecer problemas psiquiátricos e incluso de contagiarse del Covid 19 están aquellos que más pendientes están de las informaciones de estos temas. El miedo es un enemigo tan temible como el virus. Y al miedo hay que sumarle el cansancio y el aburrimiento. La excesiva información sobre un mismo tema acaba anestesiando a la sociedad que la recibe. Y esto es preocupante. Porque detrás de esas series de números que nos cantan a diario (solo faltan los niños de San Ildefonso) se mueren personas concretas, con nombres y apellidos, con familiares que quedan muy maltrechos y se arruinan profesionales que están viendo quebrar el oficio que eligieron, que llenaba sus vidas y por el que pelearon tanto tiempo. Y a ellos les debemos apoyo y respeto.

En el momento más crítico de los últimos 75 años no podemos perder el tiempo entre ocurrencias y opiniones. Una sociedad adulta se merece conocimiento riguroso.

“La muerte en directo”, la película de Tavernier, esbozaba la gravedad de un dislate. Una pandemia retransmitida en directo, carece de sentido y causa más daño que beneficio. En cuanto a esa “muchedumbre solitaria y lanar”, bien haría en renunciar a sucedáneos del bienestar que empieza y acaba en uno mismo. Y reclamar sus responsabilidades porque en ellas van sus derechos, sus vacunaciones demoradas, su autonomía como ciudadanos. Hay vida fuera del rebaño.

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