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Javier Junceda

Legitimidad ilegítima

Desde que empezó el delirio del “procés”, nunca había estado tan desmotivado el votante, especialmente el no independentista

Ninguna de las opciones nacionalistas representadas en el Parlamento de Cataluña ha dicho ni pío sobre el récord de abstención. El desplome de participación, sin parangón en la historia democrática catalana, supone un hundimiento espectacular en relación con el 80% alcanzado en los anteriores comicios. Desde que empezó el delirio del “procés”, nunca como hasta ahora había estado tan desmotivado el votante, especialmente el no independentista. De los cuatro millones cuatrocientos mil que votaron en 2017, en esta ocasión lo hicieron un millón y medio menos, apenas dos millones ochocientos mil, cerca de la mitad.

Achacar a la pandemia esta caída tan acusada no se corresponde con la realidad. Los mismos temores a acudir a las urnas podrían haber tenido los que apoyaron a partidos secesionistas, aparte de que el voto por correo sigue existiendo. Por eso, no cuesta descubrir en esta colosal abstención el hastío de buena parte del electorado no separatista, que ha preferido quedarse en casa desencantado de las fórmulas que habían llegado a arreglar todo este berenjenal y que acabaron finalmente sucumbiendo al tedio “indepe”.

De haber alcanzado los constitucionalistas números para gobernar con estas bajísimas cifras de participación, las denuncias de los perdedores acerca de la ilegitimidad del resultado nos provocarían dolor de oídos. Pero, como esta vez son ellos los agraciados, nada habrá que aducir a una legitimidad ilegítima precisamente originada por la carencia de sustento democrático suficiente.

Si ya conocíamos el pobre respeto a la legalidad que estas tesis dispensaban a todo aquello que no fuera acorde con la legitimidad en las urnas, será interesante conocer a partir de ahora su opinión al respecto, porque a sus futuras leyes se les debiera aplicar idéntica medicina, algo esencial cuando lo que persiguen sin descanso es abrigar quimeras soberanistas.

A diferencia de las formaciones nacionalistas, cuyo carácter gregario acostumbra a espolear el voto a sus cabecillas hasta en las peores coyunturas –porque les va la vida en ello, al vivir en muchos casos de este asunto y de las nueces que caigan de él–, los electores del resto de los partidos suelen estar a lo suyo, tratando de sobrevivir a momentos especialmente delicados en lo económico, que bastante reto supone. De ahí que estos votantes precisen de poderosos estímulos para acudir a una mesa electoral, lo que ya se ha visto que ha faltado en esta oportunidad.

El espejismo del candidato más votado, como en las pasadas elecciones sucedió con otra lista constitucionalista, no logra desvirtuar esto que comento. Continúa faltando un catalizador que aglutine a la alternativa autonomista en Cataluña. El estrepitoso fracaso cosechado en la gestión de tanto sufragio no nacionalista en 2017, dilapidado absurdamente por los que venían a dar lecciones de modernidad política, debe haber pesado en los que no se han acercado esta vez a votar. Lo mismo que las torpezas infantiles de los estrategas de campaña de esos líderes nacionales que no dejan de acumular batacazos, o el auge de tendencias que llegan al escenario a echar más leña al fuego, aupadas igualmente por ese ínfimo porcentaje de participación.

Con todo, y legitimidades preliberales al margen, con estos bueyes toca arar. Y presumo que lo seguiremos haciendo mientras contemos al frente de los principales partidos con gentes que piensan más en sus siglas y en el miope tacticismo que en las necesidades del país al que sirven. Mientras tanto, dispongámonos a seguir asistiendo a la matraca independentista, que incluirá como es habitual el constante desafío a las leyes y a la justicia, las exigencias de recursos sin tasa a la hacienda española, las luchas intestinas entre ellos, el constante adoctrinamiento mediático o escolar, la huida de las escasas empresas que allí quedan, la ausencia de recetas efectivas contra la pavorosa recesión o, en fin, la triste y progresiva decadencia de una formidable tierra que hace poco era la puerta europea de España.

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