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Ricardo Menéndez Salmón

Dejad que Hasél cante

Lo que está en juego en el caso del rapero catalán es el derecho a discrepar

Pablo Hasél, con el puño en alto, tras su detención. | Efe

Oriol Junqueras respondió en 2013 a una crítica de Alicia Sánchez-Camacho citando a Voltaire. Junqueras desconocía que el mantra que empleó en el Parlament nunca salió de la pluma del autor del “Cándido”, sino que era obra de una escritora llamada Evelyn Beatrice Hall, quien la utilizó como síntesis de las ideas del genio en una novela titulada “Los amigos de Voltaire”. Aunque la cita no pertenece a uno de los padres putativos de la Ilustración, podemos adjudicársela sin traicionar su pensamiento. La frase se ha convertido en un lugar común, pero ello no debe hacernos ignorar su mensaje, pues en él anida la razón de ser del sistema democrático: “Desapruebo lo que dices, pero defendería con mi vida tu derecho a hacerlo”.

Voltaire no vio caer a los Borbones ni contempló cómo las bases del republicanismo se asentaban, pero sospecho que se hubiera sentido orgulloso de que el vigésimo quinto presidente de la República, el nada jacobino Emmanuel Macron, manifestara primero, en el funeral celebrado en La Sorbona en memoria de Samuel Paty, y corroborara después, durante el proceso a los pistoleros de “Charlie Hebdo”, que el Hexágono defendería siempre el derecho a la caricatura, la blasfemia y la ofensa. La máxima autoridad francesa situaba el debate en torno a los límites de la libertad en una perspectiva amplia y abrazaba el más sagrado de los derechos: la disensión. En su empeño lo sostenían doscientos cincuenta años de lucha por la libertad de pensamiento, representada por la convicción volteriana de que la única intransigencia asumible es la intolerancia con los intolerantes.

Pablo Hasél, con el puño en alto, tras su detención. | Efe

Valga este preámbulo para señalar que, en el “caso Hasél”, lo importante no es lo que la canción dice, sino la canción en sí. La condena al rapero no tiene que ver con la denuncia de unos privilegios. Esa lectura implica situar los efectos antes que las causas, además de servir en bandeja a los censores un número inestimable de razones para ignorar lo nuclear del debate. Así que miremos la Luna, no el dedo. Y la Luna, lo que está en riesgo, es la libertad de discrepar. Si pensamos que injuriar a la Corona o a las instituciones estatales, y hacerlo con expresiones de pésimo gusto, es el problema, nos equivocamos. De hecho, y porque Hasél es un creador mediocre, irrelevante en el cómputo del arte al que se dedica, es por lo que resulta crucial defenderlo. Para justificarme dispararé por elevación, apuntando a un gigante de mi gremio.

Por su talento, Salman Rushdie resultaba intocable ante la fatua de Jomeini. La calidad de “Los versos satánicos” lo dispensaba de abogados de su causa. Y sin embargo, los occidentales, algunos de cuyos miembros hoy jalean el encierro de un patético versificador, nos horrorizamos ante el hecho de que ciertas personas sentenciaran a muerte al caricaturista, blasfemo, ofensor novelista. La formidable plasticidad de la democracia, el hecho de que lleve en su seno voces tan diversas como las de Hasél y Rushdie, la circunstancia de que esas voces puedan resultar hirientes para otros, obliga a una elección compleja pero ineludible. Debemos dar la cara por un tipo cuyos discos nunca compraríamos y cuyas letras, al menos a mí, me producen bochorno. Como creyente en las bondades del único sistema que lleva en sí las raíces de su destrucción, mi pelea consiste en defender el derecho a que los Hasél de este mundo digan lo que les venga en gana, ofenda a quien ofenda.

España es lerda en este asunto. Eminencias del Derecho Internacional han advertido que el encarcelamiento del rapero contraviene normas esenciales de la libertad de expresión. Desde esta lógica, el voto particular de Ana María Ferrer y Miguel Colmenero, los magistrados discrepantes del Supremo, es un clamor, y sospecho que Estrasburgo refutará a Madrid como ya sucedió con la condena a Otegi por llamar “jefe de los torturadores” a Juan Carlos I. La democracia debe amparar no solo el mal gusto, sino la estupidez e incluso la maledicencia, que podrían ser los delitos imputables a Hasél. Nadie dijo que ser demócrata fuera sencillo. De hecho, supone un plebiscito perpetuo. Por eso es importante que Hasél salga de prisión. Porque una democracia que no canta, aunque sea basura, se debilita sin remedio.

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