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José Antonio Díaz Lago

Hasél y los argonautas

El héroe moderno de la izquierda revolucionaria y gubernamental

Ya saben ustedes quién es Hasél. He cambiado el nombre del Jasón de la mitología griega por el de este moderno héroe de la izquierda revolucionaria y hasta gubernamental. En cuanto a los argonautas, la leyenda tiene muchas interpretaciones, pero una de ellas es que eran, en realidad, jóvenes que recorrían su camino iniciático hacia la vida adulta. Hemos de pensar, desde luego siendo muy optimistas y confiando en la recuperación de la economía, que las jaurías belicosas que han asolado las ciudades están en ese camino y que algún día cambiarán. Lo de Hasél es más difícil, porque ya tiene unos años y podría acabar, como el Jasón mitológico, solo y amargado; aunque la ventaja de ser hijo de una buena familia de la burguesía catalana es que siempre puedes hacer un acto de contrición y reincorporarte al lugar que te corresponde –en una bonita masía, por supuesto–, dejando que los auténticos desclasados, esos que no han sabido sacarle partido a la revolución asegurándose el futuro, libren sus batallas.

Así que Hasél es el síntoma, pero no la causa. Lo que motiva todo esto es el pensamiento totalitario, que no se ha ido y que pugna por hacerse con el poder absoluto para, como explicaba Churchill, proceder al reparto equitativo de la miseria. El futuro es tan impredecible, acosados por la pandemia y con tantas incertidumbres económicas, tecnológicas, políticas y sociales en el horizonte, que en un escenario complicado como el que se avecina, quizá el mundo occidental civilizado haga oídos sordos a una vuelta de tuerca en las querellas internas de la península ibérica, siempre tan exótica para los foráneos. Y a río revuelto, ganancia de pescadores.

Decía Ortega y Gasset en “La rebelión de las masas” que cuando las masas se sublevan en búsqueda de pan, el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Y no me refiero solo a los comercios que graciosamente se han destruido y saqueado en los altercados de estos días, sino al empecinamiento en poner en solfa, como si hubiera sido regalado, lo que tanto trabajo ha costado construir y ha posibilitado los mayores niveles de desarrollo y bienestar económico y de libertad política alcanzados nunca en España. Si creen que esto es una exageración pueden repasar el conocido clásico de Stefan Sweig “El mundo de ayer”, donde se relata como la supuesta seguridad (incluidas, por cierto, las pensiones) y la estabilidad del imperio austrohúngaro desaparecieron de la noche a la mañana, como por ensalmo, dejando a los ciudadanos ante encrucijadas en las que nunca se hubieran imaginado.

Los movimientos totalitarios de cualquier signo comparten tres características esenciales. La primera es que no tienen ideas, sino dogmas indiscutibles; de este modo, afrontan cualquier debate como un mero ejercicio retórico de autoafirmación, sin dosis alguna de escepticismo. En segundo lugar, el totalitario no condena de modo incondicional la violencia, sino que la matiza y recurre a juegos dialécticos para justificarla cuando así lo considera: “es necesario buscar las últimas causas que la provocan”; naturalmente, si ellos mismos o sus correligionarios son el objeto de la violencia, entonces sí les parece injustificable. Por último, la tercera característica de cualquier mente totalitaria es que la libertad económica se sacrifica en el altar del hipotético bienestar del pueblo: hay que expropiar, nacionalizar y asegurarse de que los medios de producción, es decir las empresas, estén adecuadamente intervenidos por el Estado. Cualquier movimiento totalitario, del signo que sea, ha compartido estos postulados; algunos de estos movimientos están felizmente estigmatizados, pero que otros sigan perviviendo, aun sosteniendo las mismas simplezas que han llevado a la ruina a países enteros, es cosa digna de admirar.

Mientras seguimos enzarzados en nuestras rancias discusiones territoriales e ideológicas que hacen la delicia de algunos, no estaría de más que recordáramos de donde venimos. Puede que les resulte sorprendente, pero en el mundo de la filosofía de la administración y la gestión empresarial (esencialmente por impulso de su inventor, el austríaco Drucker), siempre se ha puesto como ejemplo de primera organización moderna a los tercios españoles: por su efectividad, disciplina y capacidad de afrontar retos supuestamente imposibles. No solo eso, sino que Jean Bodin trazó la lógica del Estado centralizado como única manera de aunar esfuerzos y oponerse a aquella fuerza que parecía invencible, lo que está en el origen de los modernos Estados europeos. Contrariamente, y casi de modo simultaneo, el espíritu de la discordia y la disgregación se afirmaba en España. Y así seguiremos, salvo que el poder se alíe con la responsabilidad, se centre en afrontar los retos del futuro (adecuadas medidas económicas, innovación y promoción del saber a través de la formación, principalmente) y no permita que nos quedemos mirando al pasado y nos convirtamos en estatuas de sal.

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