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Hijo de Gijón y de Asturias

La obra de Torcuato Fernández-Miranda llevó a nuestra región a interpretar una de las páginas más gloriosas de la historia política de España

En el extrarradio norte de Madrid, en el distrito de Fuencarral-El Pardo, con cielo nublado y tristón, muy gijonés, más una ligera calima llegada de desiertos lejanos, unos cuantos españoles, distinguidos o anónimos, acudimos a un acto solemne, que recordaba un poco a las viejas conjuras de los poetas románticos, para honrar en nostálgica minoría a un español histórico –y a su manera derrotado– que tuvo el valor y la templanza de llevar con mano firme el tormentoso timón de la nación en tiempos críticos, cuando España caminaba sobre el abismo deslizándose por el finísimo cable de su incierto futuro. Conmemoramos allí a un gijonés nacido en la Calle de la Merced, probablemente el más importante desde Jovellanos, y que abrió con la fina ganzúa de su mente jurídica el búnker de aquel régimen moribundo, y, a partir de ahí, llevar a España hasta la tierra prometida de la democracia, aunque, como Moisés, muriera sin pisarla completamente. La forma en la que separó jurídica y políticamente las aguas del Mar Rojo, con la fórmula “de la ley a la ley” y con aquella frase seca “aquí tienes esto, que no tiene padre” (pero que lo tenía y era él), fue un milagro salido de sus manos, uno de esos dones que nos regalan muy raramente los dioses. El autor de esa y otras hazañas fue Torcuato Fernández-Miranda y Hevia, hijo de Gijón y de Asturias.

En honor de ese gijonés, de apellidos tan inequívocamente asturianos, el actual alcalde de Madrid, Sr. Martínez-Almeida, inauguraba ayer una pequeña plaza casi extramuros de la ciudad, un reconocimiento que es de agradecer, aunque el personaje merecería una larga y gloriosa avenida que recorriese de punta a rabo el corazón mismo de la capital. Pero así es España, cicatera con sus más valiosos servidores, así es la doble moral de quienes tienen la sartén ideológica por el mango, y así es el drama recurrente del conservadurismo español, que carece del suelo firme de una tradición racional secular, y que vive casi siempre apresado por unos encogimientos que revelan su poco fuste intelectual y político.

Tuvo Fernández-Miranda, quien evidentemente no fue perfecto, una enorme y profunda sentimentalidad, a pesar de su fisionomía algo adusta y un carácter aparentemente altivo y distante. Cuatro amores llenaron su vida: Gijón / Asturias (amor que llevó siempre en lo más hondo del alma: “Se ha dicho que soy un hombre sin corazón, frío y sin nervios. No es verdad. Lo que sucede es que soy asturiano”); unos ojos verdes que le atravesaron con la instantaneidad de una flecha (“mi vida personal cambió cuando vi venir unos ojos verdes por la calle Corrida”), los de Carmen Lozana, su futura mujer y compañera vital; después España y su Estado, al que profesó veneración y una fidelidad fuera de todo límite (como predica su mismo lema ducal, “semper et ubique fidelis”), y eso a pesar de los pesares y de todos los sinsabores con los que sus conmilitones le martirizaron una y otra vez en un increíble fuego amigo, salido de la envidia o de otras inclinaciones ruines; y por último la Razón, mayormente kantiana, que fue guía de sus actuaciones porque siempre consideró a la racionalidad un importante deber: “De la olla hirviente del corazón vivo pueden surgir nieblas que turben la cabeza. Por eso hay que tener embridado el corazón, sujeto y en su sitio”. Y eso fue lo que siempre procuró en su difícil labor de Consejero y guía del Príncipe / Rey. Como recomendó Erasmo.

Torcuato Fernández-Miranda es posiblemente la mayor paradoja de la España contemporánea. Paradoja que, en muchos aspectos, le costó la vida. Fue, y sigue siendo, el gran antimoderno español. Advirtiendo que antimoderno nada tiene que ver con tradicionalista, ni menos todavía con reaccionario. Al contrario. Advirtió Kundera: “El único modernismo digno de ese nombre es el modernismo antimoderno”. Que fue el de él. Antimoderno significa estar en la vanguardia de la retaguardia. Y añadió Barthes: “Ser de vanguardia significa saber lo que está muerto”, para seguir amándolo. Antimoderno es un moderno con total libertad. Como lo fue Torcuato. Dicho de otra forma, quien está alerta para no dejarse engañar por las falacias modernas (como las nacionalidades románticas que acaban arrastrando a los pueblos al cáncer del nacionalismo). Que es contra lo que previno, con clarividencia profética, él. El antimodernismo racional de Fernández-Miranda consistió en ser un insurrecto del pasado y del presente.

La inauguración de esa Plaza es, sin duda, una buena noticia y un progreso en un obligado y tardío reconocimiento, pero que nos induce, a pesar de todo, a la melancolía. La melancolía, primero, en la que desgraciadamente acabó, demasiado pronto, la vida de Fernández-Miranda y, mucho antes de él, la del mismo Jovellanos. Y, después, nuestra propia melancolía: está este homenajeado muy por encima del homenaje. La hazaña política de este ilustrado gijonés merece bastante más que una pequeña plaza: su obra histórica consistió en llevar al ciudadano español a la Luna de la democracia. Mérito que no se le reconoció como era debido por esa aspereza que tiene España con sus hijos mejores. Y lo mismo hace Gijón con los suyos. Ciudad que, en reconocimiento al hijo probablemente más sobresaliente de los dos últimos siglos, se conforma con haberle dado una hermosa avenida, que lleva, cierto, al corazón mismo de la ciudad, a El Molinón. Pero que no se le ha ocurrido algo tan simple como poner, para recuerdo y conocimiento de todos los gijoneses, una placa que señale la casa donde nació, ni menos todavía levantar una estatua o monumento en su honor (que sí tiene sin embargo y en lugar bien destacado un populista entrenador), por no hablar ya de un museo como haría cualquier país civilizado. Sobre esas posibilidades sólo cabe ser escépticos visto quienes mandan en la ciudad, no muy dispuestos a ensalzar a quien no sea afín, incluso aunque se trate del Precursor de la democracia del 78. Entretanto, el segundo hombre más ilustre de la historia moderna de Gijón seguirá en una tumba lejana en el cementerio de El Pardo, en Madrid, en vez de estar en un espacio preeminente de la ciudad donde nació y a la que con su obra honró, dio prestigio y aupó a una de las páginas y logros más grandes de la historia política moderna de España.

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