El de mañana debería ser un día para reivindicar como nunca a la mujer. Si ya a estas alturas no cabe duda alguna sobre su papel decisivo en la sociedad, la pandemia ha realzado su contribución esencial en todos los ámbitos para superar el año más difícil de nuestras vidas: desde la primera línea de lucha contra el covid a la investigación en los laboratorios o el liderazgo político en los países que con mayor éxito combaten la plaga. Sobre mujeres recaen, en un porcentaje abrumador, los cuidados en las residencias de ancianos y las prestaciones sanitarias, la educación de los jóvenes y la atención en la alimentación y el comercio. En el hogar, muchas madres han hecho milagros para compaginar trabajo o teletrabajo con la asistencia a los suyos en unos meses sin colegios ni centros de apoyo abiertos. Una responsabilidad todavía no suficientemente compartida.

El 8 de Marzo, todos los 8 de Marzo, han acabado por recuperar ese impulso utópico de las causas justas y la alegría de llenar las calles como un golpe de aldaba que propinar en las puertas aún vedadas a las mujeres. La igualdad con los hombres queda lejos todavía. Aunque el debate ha calado en la ciudadanía y ya no queda recluido a una fecha, conviene recordarlo siempre para que la unanimidad con que se aborda cada Día Internacional de la Mujer, esa sacudida para reactivar conciencias y mantener firme el compromiso, perdure cada jornada de cada año, de cada década.

Destacadas feministas y políticas llaman públicamente a quedarse mañana en casa. Aunque algunas otras añoran la gran fiesta que tiñe de morado las ciudades y las convierte, de abuelas a nietas, en un unánime clamor, toca responsabilidad ante lo que estamos sufriendo. No habrá –no debería haber– masas en las calles. Al movimiento tampoco le hace falta exhibir otra vez poder de convocatoria. Sus reivindicaciones, asumidas, no perderán fuerza en sordina.

La pandemia visualiza la contribución femenina, determinante, al buen funcionamiento de sectores básicos como la salud, la enseñanza, la asistencia o los servicios, y la desproporcionada carga cotidiana que en paralelo ellas soportan. De 26.000 cuidadores y sanitarios, 18.000 son mujeres. De 14.000 docentes en enseñanza primaria y media, 10.000 son profesoras. Un peso no suficientemente correspondido en cargos directivos. Esta apabullante evidencia las convirtió asimismo en vulnerables por partida doble: a los contagios y a la crisis. El 54% de los casos de coronavirus los padecieron asturianas por su alta exposición a los riesgos. De cada diez empleos perdidos en el comercio, las finanzas, la hostelería, el turismo, el ocio y las administraciones públicas durante el mes de febrero, ocho fueron de trabajadoras.

A pesar del empuje en femenino a la agenda política, económica y cultural, abundantes trabas sistémicas siguen coexistiendo. La salarial, entre las primordiales. Casi cinco mil euros menos al año, calculan los técnicos. Los sueldos deberían incrementarse un 28,6% para igualar a los masculinos y aún la equiparación tardaría un siglo en materializarse. Ellas necesitan encarar ahora, además del aumento de la violencia –lacra incesante disparada en el confinamiento–, la precariedad, los esfuerzos no remunerados y la pobreza, nuevos obstáculos para desbloquear el freno a su participación y liderazgo. Por ejemplo, los derivados del alejamiento de la revolución científica y tecnológica en marcha.

Este periodo tan raro ha actuado como un potente acelerador social y provocado un despegue digital de primera magnitud que alumbra una época en la que la innovación y la investigación van a cobrar una preponderancia absoluta. Ese sigue siendo un mundo dominado por hombres, de comparaciones desfavorecedoras. De 2.000 científicos de nuestra Universidad, solo 800 son investigadoras. Las jóvenes apenas aspiran a convertirse en ingenieras. Un horizonte a conquistar, otro desafío del que no pueden descolgarse en el futuro.

Algunas polémicas secundarias confunden y desvían la trayectoria hacia el objetivo verdadero: el fin de la discriminación y un reparto equitativo de las oportunidades. La espinosa legislación en torno a la identidad de género, en la que el sexo desaparece como categoría, es una muestra que impulsa un debate incomprensible y elitista entre clásicas y posmodernas. La derecha no acaba de sentirse cómoda en estos asuntos. A la izquierda la dividen los intereses electorales al fondo. Este no es el poder que precisa el feminismo para luchar por lo que merece. Lejos de ampliar las miras de lo que está en juego, las acorta y relativiza.

Sin victimizar ni explotar las diferencias también es posible defender las peticiones de esa parte relegada y mayoritaria de la sociedad. Sus principios se construyen aunando sin coacciones la sensibilidad de personas diversas. Escribió Virginia Woolf, paradigma de las vanguardias: “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”. Lograr esa absoluta liberación creadora en experiencias, enfoques y capacidades de una inteligencia de mujer resulta hoy imprescindible, ineludible, si queremos que las cosas funcionen mejor.