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Xuan Xosé Sánchez Vicente

El mocín y la mocina

Una reflexión sobre la polémica por la cancelación de las concentraciones feministas en Madrid

Cuando, en las generaciones anteriores a la mía, y aun en la mía, llegaba a última hora “el mocín” de la película a rescatar a la novia o a salvar a los buenos en peligro, el cine se convulsionaba con la emoción de los jóvenes espectadores, que manifestaban su entusiasmo con pateos, aplausos y gritos nerviosos ante la restauración del orden y el triunfo de los buenos.

“Google traslada a sus anunciantes el impuesto del Gobierno”. “Amazon repercutirá la ‘tasa Google’ a las empresas (un 3%)”. Y, a partir de ahí, la mercería que le envía a usted unos hilos, la juguetería a la que usted pide una consola para sus hijos reducirá en parte sus beneficios y en parte le trasladará a usted esos costos adicionales, sino todos. Y así ha ocurrido con los otros impuestos “justicieros” del Gobierno, como los que se han añadido a la banca o a ciertas transacciones bancarias: es en cada uno de nosotros sobre quien al final recaen esos nuevos gravámenes.

No discuto yo aquí la conveniencia de los mismos o su oportunidad, señalo únicamente el engaño con que su implantación se traslada a la opinión pública –como un castigo a las malvadas multinacionales y al capitalismo voraz– y la credulidad bobalicona con que una parte de las víctimas aplauden la llegada del mocín y la restauración de la justicia con el advenimiento de esas tasas. Porque el pagano último de cualquier impuesto general –otra cosa son los que gravan las rentas individuales– es siempre el último escalón de la cadena, o los dos últimos.

Pero ya saben ustedes que el entusiasmo y la fe, esa ceguera, son los grandes motores de la adscripción ideológica y de la esperanza en el milagro. Y, poseídos de ella, se realizan actos que bien pudieran equipararse a rituales mágicos de carácter apotropaico, como esas caravanas automovilísticas que UGT y CCOO van a organizar por Asturies “por la industria”. ¿Ante quién? ¿Para quién? ¿Para qué inversiones? ¿Hacia qué inversores? Eso da igual, procesionemos.

Y en lo contemporáneo e igualitario, no podía faltar “la mocina”. Ya saben ustedes que en Madrid, vistos los antecedentes del anterior 8M y la imposibilidad de limitar en la práctica el número de concurrentes a las manifestaciones, el Gobierno ha decidido prohibir las reuniones convocadas para esa fecha este año. Y he aquí, que, en vista de ello, doña Irene sale a la calle dispuesta a detener los tanques heteropatriarcales. Y con esa vehemencia de adolescente que la caracteriza y esa mirada poco expresiva con que acompaña su voz tonitronante arroja contra ellos una palabra-piedra: “Quieren criminalizar el feminismo”. Las palabras-piedra, como no ignoran ustedes, son vocablos cuyo significado es fundamentalmente el que le dan su valor de insulto o de descalificación, ningún otro que tenga que ver con una realidad concreta, precisa y definible. “Criminalizar” es, además, una palabra-piedra de moda, de manera que su capacidad agresiva es máxima: se “criminaliza”, por ejemplo, a la juventud si se señala que algunos jóvenes no llevan mascarillas; a las asociaciones de vecinos si se dice que algunas son la voz de su amo (político), etc.

Si la señora Montero tuviese razón y prohibir una manifestación fuese criminalizar ideas o personas, aquí habríamos criminalizado las cabalgatas de reyes, las familias de más de cuatro miembros, las reuniones de amigos, las barras de los bares y un interminable etcétera, a juzgar por las prohibiciones de la pandemia.

Doña Irene lo sabe. No ignora, por tanto, que su expresión, sobre vacía, incurre en la figura retórica de la hipérbole, como no desconoce que igualar el feminismo y las mujeres con el discurso de su facción femenina y feminista es una sinécdoque equivalente a tomar el rábano (con perdón) por las hojas.

Lo sabe perfectamente. Como sabe que quien prohíbe esas manifestaciones es ella misma, o sea, el Gobierno. Por eso se expresa con esa vehemencia. Y, sobre todo, porque conoce perfectamente el valor cohesivo de los rituales peripatéticos, no en vano tiene a la vista el ejemplo de la Iglesia católica, que lleva siglos poniéndolos en práctica.

Y ahí, por cierto, radica la explicación de la conexión subliminal que don Fernando Simón estableció hace pocos días, al comparar unas y otras procesiones, pasos de semana santa, desfiles del 8M, para atribuir a estos una mayor virtud salvífica.

Y es que, como en su día dictaminó el concilio de Gangres, frente a aquel heresiarca, Eustacio, que acusaba a la Iglesia de encerrar a Dios, infinito, en la finitud de los templos: “No encerramos a Dios en los templos, sino a los fieles”.

O sea, en las procesiones.

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