La monarquía se ejerce en televisión. Lo saben los Windsor, la cepa británica de esa forma de organización del Estado, que tomaron posesión del trono audiovisual el 1 de julio de 1969 cuando retransmitieron la investidura de Carlos príncipe de Gales, por su madre la reina Isabel II, en una ceremonia que llegó a 500 millones de personas. Isabel II había inaugurado 22 años antes la boda universal radiada por la BBC, of course. Con los años, han visto el otro filo del arma.
Todavía no había cicatrizado la herida de la última temporada de “The Crown” –centrada en los años del matrimonio de Carlos y Diana y más áspera que las anteriores también por la presencia histórica de Margaret Thatcher– y Oprah Winfrey (CBS) dejó dos horas a Megan y Harry para que se quejasen a cámara del ambiente tóxico del palacio de Buckingham.
Harry es el pequeño de Diana, y Megan, su mujer, una exactriz mulata. A los pálidos Windsor les inquietaba el tono de piel que tendría su hijo, (cuarterón, según la vieja terminología de la América colonial), Archie Mountbatten-Windsor, que salió claro. Ese miedo no sienta bien en el programa de la negra más influyente de Estados Unidos (ahora con Kamala Harris, que ha elegido ser afrodescendiente antes que indodescendiente) en la era del “black lives matter” (las vidas de los negros importan). Informados por la serie de Netflix del helado desapego de los Windsor, las tentaciones suicidas de la embarazada Megan recuerdan los desórdenes alimenticios de la ansiosa Lady Di. Cosas que ocurren hasta en las mejores familias desestructuradas.
Es un pésimo momento que estas series estén de moda ahora, que la vida es un deporte indoor, interesan cada vez más los interiores bien decorados y el covid nos tiene metidos en casa viendo más horas de televisión. Se están preparando dos temporadas más de “The Crown” y las noticias no dejan de sugerir guiones. La televisión sueca rueda serie sobre Carlos Gustavo. Cualquier día una cadena suiza nos cuenta la historia de Juan Carlos I y familia.
