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Martín Caicoya

Virus: eros y thanatos

En la sustancia más íntima está lo que ahora nos amenaza

Solo podemos imaginar el mundo fantástico de los habitantes de las cavernas a través de los restos que descubrimos y por paralelismos con los cazadores y recolectores que aún habitan la tierra, quizá vestigios de una cultura paleolítica. Porque hay un mundo real, el que habitamos, y uno fantástico, en el que vivimos. Lo constituye todo aquello que tomamos por real pero que no es más que un acuerdo entre nosotros. El dinero es un buen ejemplo o las leyes, y en tantas comunidades, la religión. Si no hubiera escritura u otros objetos que mostraran esos simbolismos, si desapareciéramos, sería imposible recrear nuestra cultura, que es pura fantasía. A esa fantasía atribuimos las pinturas rupestres que representan principalmente grandes mamíferos. Con ella imaginamos que nuestros ancestros veían en los animales la eternidad del mundo, su permanente renovación; cada año las manadas de bisontes, como el trigo salvaje o los frutos de los árboles, se reencarnaban en sí mismos. Y mientras nada en la naturaleza moría, solo se renovaba, ellos descubrieron su individualidad y con ella la muerte, la trampa de su extinción. Empezaron a enterrarse, a devolver los cadáveres a la tierra como si de allí procedieran y desde allí pudieran resucitar a imitación de las plantas, a imitación de los búfalos. El mundo que vivían, a pesar de su conciencia de individualidad, era un continuo con lo otro: con los otros animales y con las plantas que les nutrían y les protegían y les proporcionaban materiales, como los minerales con los que hacían sus herramientas. Pero no sabían que esa continuidad se verificaba en cada uno de ellos, como organismo individual. Y que en nosotros conviven millones de bacterias. Y que en la sustancia más íntima, la que hace que nos renovemos, están los virus que ahora nos amenazan.

Las bacterias, nuestras aliadas y también nuestras enemigas, como lo eran los bisontes en el Paleolítico, son seres vivos. Podemos atacarlas con las armas mortíferas que son los antibióticos. El que compartan muchas características nos facilita la creación de armas letales para muchas a la vez. Pero los virus son otra cosa. Están y no están vivos porque para subsistir necesitan que otro ser vivo los fabrique: la célula infectada. El virus invade y transforma el mecanismo de eternidad celular, lo que le sirve a la célula para dividirse y producir dos nuevas, dos ella misma. Aprovecha esa capacidad, se inserta allí y desactiva el proceso regulado: ahora en vez de dos copias, hace millones, y en vez de todo el ácido nucleico, solo la secuencia de la que está compuesto el virus, esas 30.000 bases del que ahora nos quita el sueño. Una tarea que la lleva a la muerte. Los millones de virus creados por esa maquinaria salen al medio ávidos por invadir otra célula. Y el organismo enfermará si su sistema inmunológico no logra detenerlo.

Como el virus sabe invadir el DNA, es capaz de producir cáncer. Son virus oncogénicos como el que produce el cáncer de cuello de útero. Este virus, que es el mismo que produce las verrugas, un tumor no maligno, se inserta en el DNA y modifica su estructura de manera que se comporta de una forma anárquica respecto al organismo. Si es el que tiene afinidad por la piel, su modificación es solo ignorar a sus congéneres, una facultad necesaria para impedir el desorden: cuando la célula percibe que está rodeada de otras deja de reproducirse. Esta sigue haciéndolo, así aparece la verruga. Si invade la mucosa del cuello de útero además de la verruga, la célula produce proteínas extrañas y es capaz de viajar dentro del organismo: metástasis. Inserto en el DNA de la célula ha creado una especie nueva o una nueva forma de ser de esa célula. Otros virus producen cáncer pero no por modificación del ADN, sino por afectación de las defensas, por ejemplo, el de la hepatitis.

Ahora imaginemos que en vez de una célula somática, la que hace el corazón, los riñones, etcétera, invade una germinal y que consigue convivir permanentemente en el genoma. Si es una zona activa, puede modificar el organismo del que procede esa célula. Así, por ejemplo, nació nuestra capacidad para hacer placentas. Facultad que ya tenían animales previos a los mamíferos, pero en ellos no cristalizó en ese órgano y siguieron procreándose mediante huevos. El salto a la embriogénesis interna ocurre en los mamíferos.

Llevamos partículas virales en nuestro ADN, estamos hechos, en lo más íntimos, de otros seres y gracias a ellos. Además, en nosotros, necesariamente, habitan multitudes, como si en vez de individuos fuéramos una colonia. Así es como opera la naturaleza. Cada célula de la que estoy hecho tiene la misma vocación de eternidad que las bacterias que me habitan. Pero solo nosotros lo sabemos.

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