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José María Ruilópez

Confinamiento de mi abuela paterna

Recuerdos de otro tiempo en Teverga

Eran otros tiempos, pero la misma vida. Los recuerdos que tengo de mi abuela paterna son de encierro y todos tristes. En los años cincuenta del siglo pasado, en Teverga, las mujeres mayores fumaban. Mi abuela fumaba en la cocina sentada en una silla de mimbre con un cojín que tendría varias docenas de años de color indefinido. No le gustaba que la vieran fumar, porque las mujeres jóvenes y maduras de entonces no fumaban. Había gente que entraba en la cocina y la descubría fumando y le daba mucha rabia. Algunos nietos o vecinos lo hacían a propio intento. Yo, que sabía que le molestaba que la sorprendieran, cuando iba a verla, antes de entrar, hacía ruido, carraspeaba, o movía la cerradura para que ella tuviera tiempo de meter la colilla en el bañal, también llamado fregadero, bajo una bayeta húmeda. Yo siempre tuve una educación casi infusa. Nadie me lo dijo. Pero no debía poner a mi abuela tan pobre en una situación comprometida mientras se deleitaba con el tabaco como si fuera un delito. Luego abría un frasco de cristal y me daba una bolina de anís.

Al lado de la silla había una puerta que daba al cuartín. Era la pieza más pequeña de la casa, sin luz, estrecha y alargada, con la puerta siempre abierta, que debía hacer las veces de despensa, donde nunca osé entrar, ni supe lo que había. Me infundía temor sólo de asomarme y no ver más que oscuridad y silencio.

Mi abuela era alta y gruesa, por eso sus hijos, mis tíos, pasaban todos del metro ochenta, mucha estatura para aquellos tiempos. Con los años se fue haciendo vieja. El dormitorio lo tenía en la primera planta. Era un suplicio para ella subir aquellas escaleras todos los días. Para bajar, como no tenía pasamanos, se apoyaba con el puño en la pared, siempre en los mismos sitios, por eso con el tiempo en el tabique había unas marcas oscuras desde arriba hasta abajo a lo largo de la escalera donde ella se iba ayudando para ir poco a poco descendiendo.

Llegó un momento en que ya no podía bajar. Y mi tía Lola la atendía durante el tiempo libre que le dejaba el trabajo en una vinatería. Algunas veces, quería orinar y salía de la cama para usar la bacinilla, también llamado orinal, pero se caía sentada en el suelo y no podía levantarse. Yo iba a verla y la encontraba allí sentada junto a la cama. Yo era un adolescente de 12 o 14 años y tenía fuerza. Me ponía detrás de ella y la cogía por las axilas para ponerla en pie, pero le hacía daño porque tenía mucho peso y bastantes años, y se quejaba: ay, ay, ay. Y no lo conseguía. Entonces tenía que salir a la calle y buscar algunos hombres que estaban en el bar La Parra de Entrago para que la ayudaran. Subían al piso dos o tres de ellos y conseguían ponerla en pie para que se metiera en la cama poco a poco. Porque las camas de antes eran muy altas para evitar el frío.

Luego la veía asomada a la ventana cuando pasaba en bicicleta delante de la casa. Ella me llamaba Marín, y lo repetía varias veces. Yo la miraba y sonreía. Era como si estuviera esperándome cada día allí asomada, vestida de negro, con un moño en la nuca y unos pendientes colgando de los lóbulos de las orejas con dos filas de bolitas muy pequeñas.

Una Navidad fue uno de los días más tristes de mi infancia. Estaba con mis padres, mi hermana y otros parientes cenando en Nochebuena. Mi madre me dijo que le llevara aquella cesta con la cena para ella. Le puse la cesta sobre la cama y me senté en la otra donde dormía mi tía Lola, que trabajaba ese día. Me preguntó que cuánto tiempo hacía que yo no comía turrón. Le dije que un año. Ella me dijo que no lo recordaba. Por aquel tiempo la diabetes ya había hecho su presencia. Casi no salía de la cama. En ocasiones se orinaba por ella y había en la alcoba un olor ácido que soporté mientras cenaba allí sola, delante de mí. Yo sentado y triste. Ella disfrutando del turrón que le prohibían. Mientras, el resto de la familia celebraba la Nochebuena.

En la habitación contigua dormía mi abuelo. Tenía cinco años más que ella. Enfermó por una insolación haciendo trabajos de carpintería para darle un piso más a la casa porque un hijo la había comprado. Tenía 82 años. Empezaron a llegar señoras de la vecindad y se sentaron arrimadas a la pared mientras mi abuelo agonizaba. Nunca entendí esa costumbre de presenciar la muerte ajena con los brazos cruzados sobre el vientre mientras un hombre se muere. Pasé a la habitación de mi abuela y me senté en la otra cama. Ella me preguntó: “¿Cómo está el paisano”. Era como llamaba a su marido. Un matrimonio sin amor. Con siete hijos, uno muerto en el frente de la Guerra Civil, con los republicanos, y una hija asesinada por los nacionales de la que no sabemos nada todavía. Yo no respondí porque no sabía qué decir. Mi abuelo murió y yo me fui del pueblo. Era como si se hubiera bajado un telón y se acabara mi adolescencia. Pocos años después, yo vivía en Oviedo. Estaba comiendo. Había comprado un tocadiscos por tres mil pesetas. Alguien llegó del pueblo y me dijo: “Murió tu abuela”. Dejé de comer. Apagué el tocadiscos y me eché a llorar.

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