La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Fernando Menéndez

Lo común y lo extraño

El poeta es un furtivo que sale a buscar la paradoja nuestra de cada día

La celebración del Día Mundial de la Poesía me pilla con dos libros de poemas entre manos. En mi caso no es ninguna novedad: lo más probable es que cualquier acontecimiento, celebración o catástrofe me pille con un libro de poemas entre las manos. Y ahí quería yo llegar, aunque esté todavía al principio de mis ocurrencias: lo que mejor le sienta a la poesía es el hábito, la rutina. Leer poemas como quien va a la compra. Tampoco es eso: escribir un poema tiene algo de excepcional; leerlo, también. Comprar el pan es habitual pero necesario. Y es ahí donde debería definirse el terreno un poco paradójico de la poesía: entre lo común y lo extraño. Los poetas son furtivos que salen a buscar la paradoja nuestra de cada día. Si el sonido de un poema no se distingue del ruido de fondo, ¿para qué pararnos a escucharlo, es decir, a leerlo?

Releer es revivir: estaba yo días atrás regresando a las páginas de “En las orillas del Sar”, de Rosalía de Castro, y haciendo un alto en el camino (el lector de poesía ha de ser, creo yo, como el caminante que se detiene a observar el paisaje) me paré a contemplar un poema como “Los robles”, en el que la poeta gallega fusiona dos naturalezas: la suya y la del bosque. De estas cosas aparentemente imposibles se alimentan los poemas, de reunir entre sus versos palabras y experiencias que se desconocían entre sí. Después de quedarme parado un rato ante ese poema, reemprendo camino hacia las obligaciones diarias más ligero pero con la mochila cargada.

Que en una novela de ciencia ficción se produzcan extraños prodigios y la protagonicen seres extraordinarios es fruto de la imaginación de un escritor. Que eso mismo suceda en un poema es fruto de la experiencia real de un poeta.

A lo largo de mis años como lector me he topado con infinidad de definiciones de poesía: cada una válida a la par que insuficiente. Tal vez esté ahí una de sus virtudes y, al mismo tiempo, una de sus limitaciones: es agua, arena que se escurre entre los dedos. Algo, en no pocas ocasiones, difícil de asumir para el lector medio (signifique lo que signifique eso) que adora, como todos los mortales, el espeso sentido de la posesión.

Después de leer un poema siempre hay que esperar y esa espera se consuma después de una hora, de unos días o, quién sabe, después de unos años. El lector impaciente no está preparado para la poesía, aunque me atrevería a decir que el lector impaciente no está preparado para casi nada.

Si releer es revivir, leer es vivir al día: descubrir el camino a medida que se avanza. Da igual que el libro sea de un autor ya conocido: leer es vivir para lo inesperado. Y así lo confirmo mientras leo “La silva”, un poemario de la ovetense Teresa Soto. La honda levedad de su escritura se desarrolla de forma elegante a la vez que intensa. Para mí, leer sus poemas es recordar el sentido ancestral y genuino de lo poético.

Si retomo el objetivo inicial de este texto, diré que, para mí, el Día Mundial de la Poesía es el día que releo a Rosalía o que leo a Teresa. No es que me manifieste en contra de celebraciones tan estridentes y ceremoniosas, qué pintaría entonces escribiendo lo que estoy escribiendo, pero mis sentimientos son encontrados. Da la impresión de ser una carencia disfrazada de fiesta, una jornada de puertas abiertas. Y, lo mires por donde lo mires, suena extraño.

Compartir el artículo

stats