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Josefina Velasco

Puertas al campo

La naturaleza renacida, ciudad y libertad en primavera

Muchos urbanitas impenitentes de visita al campo nos encontramos a veces con una portilla en medio de la nada que señala una propiedad sin cercar y pensamos en lo difícil que es ponerle «puertas al campo». Ahora, en primavera, cuando el equinoccio del norte iguala días y noches, con ventaja de la luz que irá ganando a las sombras, pese al virus nos echamos a la calle. Invita el tiempo, el hartazgo de la «fatiga pandémica» y el deseo de conjurar tristeza y sinsabores. Recluidos aún en los feudos autonómicos queremos responder a la llamada de «la sangre alterada» con más vida social y lúdica; los jóvenes por imperativo biológico, los no tan jóvenes porque toca aparcar soledades (nos pesa la crueldad de reclusiones extremas en quienes más compañía necesitaban). Con el horizonte esperanzado en las vacunas en marcha, pese a los «peros», los prados, los jardines, paseos y parques floridos, las terrazas de cafés y bares –puntos de sociabilidad histórica– invitan a compartir.

Fuera de la campiña sin puertas, las ciudades donde nos concentramos desde hace siglos ofrecen sitios de esparcimiento cada vez más potenciados y valorados. La ciudad sostenible, las rutas periurbanas, los lugares de camino son un reclamo. En el pasado reciente los paseos, jardines y parques urbanos eran el disfrute del común, ajenos al poder de los pocos que sí los tenían propios o los heredaban.

En el siglo XIX de la revolución industrial, de ciudades sucias y masificadas, donde anidaba el caldo de cultivo de enfermedades contagiosas terribles (tifus, cólera, gripes, tuberculosis…) con pocas armas para combatirlas, surgieron movimientos higienistas para crear «pulmones verdes» con los que paliar las deficiencias del amontonamiento y precariedad habitacional de los más desfavorecidos, cuyos males amenazaban la vida de aquellos a quienes servían. «El higienismo, una teoría médica del diecinueve, asoció los problemas de salud de los vecinos de urbes industriales (proletarios que enfermaban con asiduidad o morían de manera temprana) con la polución» que emanaba de las fábricas y las chimeneas, de las instalaciones obligatorias para abastecer la vida (panaderías, zapaterías, herrerías, huertos y granjas, animales, basuras, mal o nulo alcantarillado, carencia de agua…). Concluyeron que las zonas verdes paliaban los efectos negativos. Los espacios naturales arbolados se promovieron como lugares de ocio alternativos; limpiaban la ciudad y mejoraban la moral. Hubo que esperar, claro, a la llegada de la burguesía al gobierno local y a una nueva forma de hacer política más preocupada por lo social, presionada por las protestas de los sufrientes vecinos peor tratados. Aún antes de que los médicos municipales llamaran la atención en sus «topografías» sobre qué hacer con la salud, las poblaciones más vitales, ricas y habitadas, las más burguesas, construyeron paseos, alamedas, jardines y salones al aire libre; lugares de encuentro, disfrute, exhibición de elegancia de la clase bien, a veces primorosamente trazados con especies cuidadas y con conjuntos florales, bancos, fuentes y esculturas. Aquello completaba la oferta paseante por huertas de monasterios o conventos desamortizados, circuitos entorno a las murallas de los burgos o caminos de acceso arbolados como los que conducían a los nuevos cementerios, parajes habituales de peregrinaje. Todos ellos pasajes frecuentados más o menos según su cuidado y bondad respecto al calor o el frío estacional. El pueblo trabajador, de a pie, poco tiempo tenía para el paseo placentero; celebraba sus festejos y romerías en entornos menos céntricos; la Pradera de San Isidro, tan goyesca, fue pronto el más popularizado en el arte.

Pero cada vez más la necesidad de zonas verdes y amplias en el interior contaminado del caserío cobró relevancia por pura supervivencia del conjunto. Birkenhead Park en el industrial Liverpool de 1847 pasa por ser el primer parque público. En Londres, el emblemático Hyde Park fue sitio de esparcimiento contra el deterioro ambiental de los humos que ennegrecían el cielo; los deshollinadores y Mary Poppins se refugiaban en el parque de libertad saludable y mundos limpios e idílicos. El Nueva York emergente, parcelado en cuadrículas para su ocupación extrema, vivió una guerra interna para crear el inmenso Central Park desde 1858 que permitiera retener el campo en la ciudad sin fin. En París, Napoleón III mandó abrir el real Bois de Boulogne en 1852. En Barcelona el Parque de la Ciudadela, recinto militar, sería realidad para todos en los años setenta de aquel siglo XIX verde y negro.

Por contraste con la fealdad interior de las metrópolis sucias y enfermizas, los paseos, jardines y parques fueron una delicia asequible. Por eso en muchas ciudades «las delicias» son un topónimo persistente, recordando aquel jardín del Bosco donde se exponía el premio de lo bello frente al castigo de lo feo. Difundido el beneficioso efecto de la naturaleza para una población hacinada, fue posible establecer una pugna de intereses sobre la ocupación del suelo. Algunos se adelantaron a ella. Carlos III hizo «accesible el madrileño Parque del Buen Retiro (jardín palaciego) a todos los habitantes de la capital para su uso recreativo ya desde mediado el siglo XVIII», pero aquello fue una rareza que se sumó al diseño del Salón (paseo) del Prado y después a otras calles, avenidas, glorietas y jardines que fueron convirtiéndose en pequeñas islas de placer en la Villa y Corte. Glorietas, alamedas, espolones y salones se diseñaron pronto en Sevilla, Valladolid, Málaga o Las Palmas, por citar poquitos. Además de recintos regios o nobiliarios abiertos al fin o de antiguas instalaciones militares inutilizadas, hubo ciudades que heredaron huertos de conventos y monasterios abandonados que se transformaron en pulmones verdes. Tal es el caso del vetusto Campo de San Francisco de Oviedo. Entre mediados del XIX y principios del siglo XX toda villa que se preciara tenía un paseo, un salón, una alameda (pese al nombre había más que álamos) y un parque, «naturaleza recreada», donde se juntaba todo. Así tuvieron los suyos Alicante con su Parque de Canalejas o el Viera y Clavijo de Tenerife sumados al movimiento general. La mayoría de ellos se fueron enriqueciendo con fuentes, bancos, paseos con nombre (el Bombé invitaba a la distinción), templetes de música, parterres, lagos con patos, cisnes y pavos reales, palomares y pajareas, pequeños zoos, mascotas compartidas (los ovetenses osos Perico y Petra) y todo ello bajo la sombra arbórea y el perfume de flores cuidadas. Era el campo en la ciudad. Contra quienes aventuraban que los pobres habitantes iban a destrozar los espacios verdes y bellos que se les ofrecían porque no los valorarían, la realidad demostró –con excepciones puntuales– lo contrario. Concentraron la vida social.

Aunque algunos mantienen que «el veraneo lo inventaron los borbones» en los balnearios y las playas del norte, lejos del bochorno veraniego de la capital, lo cierto es que el transporte colectivo e individual y la mejora de las condiciones de vida ampliaron los horizontes de los ciudadanos que a la mínima nos echamos al monte o a la playa más o menos próximos. Pero la preocupación por la vida sana y el deporte han hecho renacer el disfrute cercano. Compiten las metrópolis por arbolar sus calles, crean incluso aplicaciones informáticas para divulgar el conocimiento de sus habitantes vegetales (Nueva York o Madrid). Hasta la OMS confirmó las teorías higienistas de una ciudad saludable plantada. Y los «confinamientos y cierres perimetrales» nos han devuelto a nuestras verdes islas, apreciamos su existencia, la necesidad de su cuidado y expansión y hemos visto sus carencias. También en ellas renace la Primavera.

[Francisco Quirós Linares. «Paseos y jardines». Las ciudades españolas a mediados del siglo XIX: vistas de ciudades españolas de Alfred Guesdon; Planos de Francisco Coello. Valladolid: Ámbito, 1991; Andrés Miguel García Lorca. «El parque urbano como espacio multifuncional». Paralelo 37º, n. 13, 1989 (acceso libre)]

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