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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Pregunte antes de agobiar

El respeto por el dolor ajeno

Ustedes me disculparán si les traigo un viejo chiste −con dos variantes finales− para comentar luego una actitud que nuestra peste actual está coronando como signo de numerosos congéneres, un onceno mandamiento que diría así: “Colocarás lo tuyo sobre todas las cosas y no escucharás al prójimo así te aspen”. Sabido es que al personal siempre le gustó como caramelo dar la brasa, sobre todo si se trataba de contar desgracias, tanto reales como neuras puras. Por no hablar de su disfrute al comparar lo suyo −siempre gravísimo− con lo del otro −siempre liviano y llevadero. Fingía atención, pero solo estaba piafando para entrar con su rollo. Voy con mi historieta. Se encuentran dos amigos, con porte apesadumbrado el uno, neutro el otro. Preguntado el primero por cómo le va, contesta que muy mal, que su mujer lo ha dejado por su mejor amigo, que sus hijos están a caballo del caballo y de la prostitución, que lo despidieron del trabajo a sus 52 años, que aquel tumor no era benigno, que vive en la calle tras el desahucio de casa y el embargo de coche, que bebe y vive de la caridad… un desastre, está hundido por completo. Variante final primera: “Te entiendo perfectamente, porque me pasa lo mismo, chico −responde el presunto amigo−. Esta mañana he perdido mi boli Bic azul casi lleno y ando como tú: hecho polvo, menuda faena”. Variante final segunda: “Bueno, anda, pero por lo demás bien ¿no? Porque yo sí que estoy fatal. Verás…” Esta actitud de indiferencia insolidaria conversacional está que lo peta con la pandemia.

Se ha abolido el contexto de recepción. No por completo, es cierto. Por fortuna, un solidario aunque exiguo grupo mantiene viva la llama del buen escuchar y del bien consolar y del divertido contar. Un grupo sabedor de que cada cual tiene lo suyo y respetémonos todos en esta lucha para que no sea el final. Pero, hablando a bulto, la pandemia se ha comido a dentelladas ese pudor por largar lo propio antes de interesarse por cómo le va al de enfrente, ese miramiento al contexto de recepción, ese “cómo te va” y el subsiguiente quedarse a escuchar cómo le va, ese respeto al posible dolor del otro (si es dolor cierto) por el afán de solmenarle el nuestro (si es autolástima pura).

Pues es preciso el contrataque y con el humor de las causas perdidas lo hago. Me inspiré en cierto amigo poeta, que preparaba su tesina bajo la dirección de un cátedro pelmazo que no escuchaba jamás. Nunca jamás. “Hoy me he divertido mucho −me contaba−. Mientras Don*** hablaba y hablaba y hablaba, le dije por lo bajini y muy serio: ‘Me acabo de ir por la pata abajo, no gano para calzoncillos’. Ni se inmutó, oye, siguió con su rollo, escuchándose”. De modo que acudo en ayuda de mis educados lectores para evitarles malos tragos cuando les vengan a dar la vara con desgracias –insisto: siempre que sean aparentes– sin preguntar antes siquiera cómo se encuentran (y quedarse a escuchar). Tengan a mano en la memoria unas cuantas frases disparatadas para contestar a la quejumbrosa verborrea invasiva ajena, ganar fama de loco y conseguir así que lo dejen en paz. Helas aquí: (1) No me digas nada, que tengo yo un padrastro en el meñique que me está matando. (2) Pues yo he sido amante de la segunda mujer de Idi Amin Dada. (3) ¿No te dije que dejé el sadomaso y ahora me flagelo solo con las cintas del mandil? (4) Aquí donde me ves, yo actúo con el derecho de un espíritu conspicuo y amplio sobre la materia grosera e informe de la mentalidad vulgar. (y 5, como homenaje a la copla) “No me hables, subiste al caballo, te fuiste de mí y nunca otra noche más bella de mayo he güerto a viví”. Y luego, salir zumbando del llorón gemebundo.

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