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Manuel Gutiérrez Claverol

La rebelión del permafrost

El problema de que se derrita el suelo permanentemente helado

Aunque los signos más palpables asociados a la evolución del malhadado cambio climático son el aumento de la temperatura global, el caldeamiento y acidificación de los océanos, la reducción del hielo marino ártico, el retroceso de los glaciares, la aceleración del ascenso del nivel del mar o eventos meteorológicos extremos, existe una nueva evidencia que preocupa cada vez más a los científicos, cual es la afectación que experimenta el permafrost asociado con los climas más severos existentes en los casquetes polares y en ecosistemas periglaciares como la tundra que, a pesar de parecer horizontes lejanos, las consecuencias de su menoscabo nos van a afectar a todos.

El permafrost o pergelisol, es decir, el suelo permanentemente helado que permanece por debajo de 0 ºC durante al menos dos años sucesivos, ocupa casi un 25% de las áreas continentales del globo terráqueo, extendiéndose por áreas circumpolares tanto en el hemisferio norte (Alaska, Siberia, Canadá o Groenlandia) como sur (Antártida y algunas montañas de los Andes). Consiste en una amalgama de suelos orgánicos, arenas y otras rocas, compactada por el hielo, dando lugar a paisajes yermos, donde crecen en solitario musgo y diversos tipos de matorrales y arbustos. Se origina allí donde los veranos son tan fríos que solo permiten el derretimiento de la zona más superficial (capa activa), permaneciendo congelado parte del resto del subsuelo durante todo el año. El grosor helado, si bien está en función del lugar, puede conseguir una profundidad de hasta medio kilómetro.

Siempre preocuparon este tipo de suelos por la inestabilidad geotécnica que manifiestan ante los impactos que ocasionan su licuación. Son abundantes las citas de subsidencias producidas en carreteras, ferrocarriles o tuberías de conducción de hidrocarburos que atraviesan estos frágiles y sensibles terrenos; algo similar acontece cuando se construye una edificación dado que el calor que aporta altera el delicado equilibrio térmico y acarrea la descongelación en los cimientos, creando frecuentes hundimientos estructurales.

Sin embargo, es relativamente reciente la importancia que conlleva la acelerada fusión del permafrost ártico que, según organismos internacionales está perdiendo hasta un 40% de su espesor. En el año 2019 el IPCC (“Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático”) de la ONU, elaboró un amplio informe titulado “El océano y la criosfera en un clima cambiante”, con la participación de más de un centenar de expertos de 36 países, aduciendo que los mares y la criosfera –componentes congelados de la Tierra– “albergan hábitats únicos y están interconectados con otros componentes del sistema climático mediante el intercambio mundial de agua, energía y carbono”.

¿Por qué alarma tanto este nudo gordiano? No es una cuestión baladí, ya que el permafrost contiene entre 1.460 y 1.600 gigatones (un gigatón equivale a mil millones de toneladas métricas) de carbono orgánico, lo que significa casi el doble del acumulado en la atmósfera, y las temperaturas en estos ambientes gélidos han aumentado a niveles sin precedentes desde la década de 1980 hasta la actualidad (0,29 ºC de 2007 a 2016).

El calentamiento al que están sometidos estos entornos geológicos provoca que liberen emisiones de gases perjudiciales –mientras el mundo ecologista intenta reducirlas– a la atmósfera (entre ellos, dióxido de carbono y metano, este último 25 veces más pujante que el primero) a consecuencia de la descomposición de la materia orgánica debida a un deshelado abrupto. Ello podría perjudicar la capa de ozono al acelerar la subida del grado térmico, lo que causa temor porque opera como una auténtica espada de Damocles. El problema se agrava pues la comunidad científica (con especialistas destacados en las universidades de Columbia, Stanford y Copenhague) constata que la velocidad de licuefacción alcanza cotas insospechadas, que rebasan los umbrales de irreversibilidad, siendo hasta un 240% más rápida que los valores medios registrados en el último cuarto del pasado siglo.

Investigaciones realizadas sobre la problemática que aqueja al permafrost (“Nature Communications”, 2020) demuestran que la reserva de carbono que contiene este biotopo no está ligada tan firmemente a los compuestos de hierro, como se pensaba hasta ahora. Por el contrario, las bacterias del hierro –obtienen la energía que necesitan para vivir y multiplicarse por la oxidación del óxido ferroso disuelto–, destruyen los enlaces químicos que lo unían al carbono, desempeñando, de este modo, un papel clave en la liberación gaseosa cuando se calienta la capa helada.

Como se deduce de lo expuesto, se produce un desarrollo parejo: la acción antrópica genera gases de efecto invernadero que suscitan una elevación de la temperatura a miles de kilómetros con graves consecuencias medioambientales, en concreto contribuyen al derretimiento del permafrost, respondiendo éste con la misma moneda, al liberar a la atmósfera gases que acrecientan la modificación climática engendrando más recalentamiento que, a su vez, intensificará el deshielo. Se cumple así a rajatabla la interconexión de componentes del sistema agua-energía-carbono que preconiza el informe del IPCC.

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