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Daniel Capó

Sin modelo, sin futuro

En los grandes debates sobre el porvenir, Europa no se pronuncia; España, menos

El mundo se agita en constante cambio. Si la semana pasada citábamos algunos de los grandes saltos tecnológicos que se esperan para esta década (el más destacado, tal vez, la extensión de las vacunas basadas en el ARN mensajero), cabe ahora preguntarse en qué medida las infraestructuras y la economía seguirán un proceso similar. La respuesta en principio es afirmativa. Un ejemplo lo encontramos en la presión que sobre las cuentas de resultados de las tiendas físicas ejerce ya el comercio electrónico, capitaneado por las multinacionales más señeras. Difícilmente tiene marcha atrás este proceso, que sitúa el mundo entero a la distancia de un clic y lanza a la baja –en un proceso gradual y paulatino– el precio de alquiler de los locales comerciales. La pandemia ha acelerado también lo que se conoce como teletrabajo, que afectará al uso de las oficinas y a la densidad de las ciudades. Difícilmente se va a revertir la expansión de apps de transporte como la española Cabify o la estadounidense Uber, a pesar de todas las trabas que ponen las administraciones municipales. Muy pronto, quizás en unos pocos años, las criptomonedas se convertirán en instrumentos de ahorro y de pago cotidiano, lo cual generará problemas con Hacienda, que tendrá que regular el uso de una moneda que todavía no controla. La transmisión y el análisis de datos pasarán a ser una inagotable mina de oro, cuyo valor sólo ahora empezamos a vislumbrar. Entre los triunfadores tal vez podamos contar a Starlink, la empresa de satélites de Elon Musk, que aspira a situarse entre los actores clave de la transmisión de información. Y seguramente lo conseguirá. La tendencia a personalizar los viajes, contratando directamente por Internet y sin intermediarios –el alquiler turístico, por ejemplo–, tampoco tiene vuelta atrás. Quiero decir que, al final, la tecnología actúa como una fuerza de carácter revolucionario que crea su propia realidad y le da forma, ante el asombro del hombre antiguo.

Uno de los ejemplos más evidentes de ese impacto tecnológico lo encontramos en el cambio climático, el cual –con la subida de las temperaturas medias– provoca un deshielo que amenaza con anegar buena parte de las poblaciones costeras en un futuro no muy lejano. Pero, mientras tanto, abre nuevas rutas de las especias como la del norte ártico, que los rusos intentan hacer transitable acortando así distancias –y también tiempo de desplazamiento– entre China y los mercados occidentales. Una ruta que, de consolidarse, supondría un grave quebranto para la industria comercial del sur de Asia y del canal de Suez, y reduciría por otra parte el impacto ambiental sobre el Mediterráneo, centrándolo en el Océano Ártico. Un mundo nuevo, en efecto, con implicaciones que van, más allá de lo inmediato, a favor de Rusia y de China.

En cualquiera de estos debates, Europa permanece ausente; no hablemos ya de España. ¿Qué suponen estos cambios sobre nuestro modelo económico? ¿Qué representarán política y socialmente? La respuesta es el silencio y poco más. Los debates en nuestro entorno son otros (rebajar aún más el nivel educativo, por ejemplo), mientras no somos siquiera capaces de conseguir que las vacunas fabricadas en Europa se queden en Europa, para enfado general del votante que no entiende qué sucede ni por qué.

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