La Nueva España

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Los desayunos han dejado de ser pausados y con esa libertadora sensación de tener el día por delante. Las noticias, malas, por supuesto, nos atascan y sumen en el más infinito pesimismo. Observamos los titulares de periódico pendientes de una cifra y los matinales, televisivos o radiofónicos, dan la sensación, a veces, de estar en un mundo ultraterreno. La verdad de la vida parece posarse en los recovecos de las pequeñas cosas, en insignificantes signos a los que nos aferramos mientras ruge la tormenta. Ya hay una generación covid. Mientras los negacionistas nos aportan toda la maledicencia contra natura.

Entre tanto, la política nos ofrece los ronroneos de las sillas del poder, la descalificación se anticipa al argumento. Y la mentira es aceptada ya por muchos ciudadanos, por acción u omisión, como un instrumento más del discurso. Los políticos parecen jugar con nosotros en un ajedrez alocado, en la frenética carrera hacia su olimpo de intereses. Las fake news, los bulos, inundan las redes. Se fabrica información como un hachazo a la versomilitud, con una extravagancia que sonroja. Lo difícil ahora es creer, aunque sea en la palabra del vecino.

Pero para ello está la grandeza del arte, zahiriéndonos de la frialdad, de las excrecencias de la frivolidad. El poeta es un fingidor para revestir la realidad y darle un ferviente sentido humano. La mentira es un eje despiadado para declarar guerras, practicar la corruptela o salvarse de la quema con las manos enfangadas.

La segunda primavera de la pandemia a Mario, de diez años, parece no molestarle la mascarilla todas las mañanas, tiene intacta la energía desbordante de antaño. Se lleva a clase un balón que abraza como una bola del mundo. Es diligente y le empieza a resoplar el cuerpo al referirse al futuro. Conserva la capacidad de asombro y alegría. Es el patrimonio por el que sus padres se tirarían al Pacífico. A las nueve en punto se escudriña en el pupitre y desde la ventana observa el patio. Está emitiendo la mentira más dulce.

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