Pasó lo peor. El final del túnel está a la vuelta de esta última curva de la pandemia que atravesamos ahora. Las vacunas, a pesar de las dudas sobre AstraZeneca, son eficaces, un logro que pasará a la Historia por la rapidez con que las han conseguido los científicos –los únicos, junto a los sanitarios, a la altura de las circunstancias–. Basta producirlas y aplicarlas en masa para despertar de la pesadilla. Cada día se hace más evidente la desastrosa gestión de la emergencia también en este capítulo, plagado de demoras inexplicables, confusión y hasta electoralismo. Aunque el virus siga extendiéndose, su letalidad no tiene nada que ver con la de los envites iniciales. El sacrificio fue brutal en vidas. Tendrá un coste inconmensurable e igual de dramático en pobreza como nadie empiece a pensar pronto en la economía. 

Este año, pronostican los especialistas, no será el de una plena y consistente reactivación. Quizás el próximo tampoco. El Gobierno central elaboró los Presupuestos con una previsión de crecimiento en torno al 10%, que poco después redujo en tres décimas ante los hombres de la UE y que acaba de volver a retocar a la baja. El primer trimestre, cuando la peste por fin ofrece un respiro, ha sido demoledor para los indicadores macroeconómicos. Los principales organismos independientes nacionales e internacionales coinciden en que este país será el último en recuperarse. Un motivo de alarma para dejar de sestear: si España viaja en el furgón de cola del mundo, Asturias lo hace en el postrero de España.

En cuarenta provincias, entre ellas la nuestra, existen menos de dos personas en activo por cada pensionista. Un millón de españoles ha perdido su empleo o lo tiene en suspenso. Pese al colchón protector de los ERTE, van a disolverse definitivamente muchos negocios, condenando tras de sí a una legión de operarios. Un millar de empresas asturianas, por ejemplo, no son capaces de generar recursos suficientes para cubrir gastos financieros. Cuando el Banco Central Europeo cierre a los estados el grifo de las compras masivas de deuda aparecerá en las cuentas públicas una montaña de débitos.

La desigualdad había aumentado significativamente durante la crisis de 2008. La pandemia hizo llover sobre mojado. Una recesión sobrevenida con las constantes aún débiles barrió de golpe como hojarasca los brotes verdes. Pero si alguien en esta tierra ha salido especialmente damnificado por el desastre han sido los menores de 25 años. Acceder de manera equitativa al mercado laboral y labrarse un porvenir digno e independiente sin necesidad de emigrar les resulta casi imposible. No es Asturias región para jóvenes, un escarnio inaceptable. Primero, porque la comunidad con índices de envejecimiento sin parangón se boicotea a sí misma al cercenar el reemplazo generacional. Y luego porque contando con una industria que demanda mano de obra especializada no puede cubrirla con sus propios cuadros juveniles por fallos incomprensibles en la concepción de la formación profesional.

Las autonomías de éxito generan, retienen y atraen talento. El suavizamiento de las restricciones, alentado ahora desde Madrid por las urgencias políticas para frenar a Ayuso, y la próxima supresión del estado de alarma invitan a plantearse otros objetivos ambiciosos al margen de los sanitarios. El prioritario, impulsar medidas que aceleren el progreso y la creación de riqueza, única forma de garantizar la estabilidad social. Los males de este Principado al que apremia una situación delicada, con el motor gripado, escasas oportunidades, empresas pequeñas y menguante población activa, están suficientemente descritos. Los sucesivos informes de los institutos especializados le sacan los colores por su atonía a pesar de que cuenta con recursos suficientes para el despegue, para construir en positivo, recobrar la confianza y generar optimismo. ¿Qué ocurre entonces? Que nadie acaba de demostrar una firme voluntad de solucionar los déficits colectivos, muchos estructurales y arrastrados durante lustros, ni promueve un diagnóstico común que asiente los pilares sólidos para recortar gastos ruinosos, revolucionar la enseñanza, reformar la administración, impulsar las fábricas 4.0 y la inteligencia artificial o acabar con el subdesarrollo científico y tecnológico. Y el tiempo vuela. Mientras, una cultura política irrespirable llena la nada de grandilocuentes palabras inútiles y zafios insultos.

El día a día, la rutina, lo gobierna cualquiera. La transformación, el cambio, requiere liderazgo. Asturias no precisa simples contables para alargar la liquidación de los bienes que la sostienen en pie, sino referentes de solvencia que obtengan lo mejor de los ciudadanos y faciliten el advenimiento de lo nuevo. Que cohesionen equipos, atiendan con idéntica diligencia las demandas de los ideológicamente iguales y de los distintos, alineen intereses heterogéneos, valoren la diversidad de opiniones y muestren clarividencia para determinar metas conjuntas. Quien logre todo esto devolverá a los asturianos la fe en sí mismos y les descubrirá que pueden aspirar a bastante más que opositar o prejubilarse por la vía rápida.