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Jorge J. Fernández Sangrador

Pensamiento catedral

Templos creados para trascender para disfrute de las generaciones

Recreación de una vista de la Catedral desde Santa Ana.

En agosto de 1904, Marcel Proust publicó, en “Le Figaro”, un artículo titulado “La mort des cathédrales” (“La muerte de las catedrales”), en el que describía, haciendo referencia a los edificios históricos eclesiásticos, las consecuencias que acarrearía la aplicación de la Ley Briand para la separación del Estado y la Iglesia.

El novelista partía, en esa tribuna, de la supuesta situación de que el catolicismo hubiera desaparecido de sobre la faz de la tierra sin dejar otro rastro que las catedrales: vacías, mudas, enucleadas, secularizadas, ininteligibles, descontextualizadas. Sin embargo, un grupo de estudiosos habría logrado reconstruir, a partir de documentos antiguos, cómo eran las ceremonias en ellas celebradas.

Y si unos artistas, con deseos de representar el drama sacro que allí oficiaron los sacerdotes del pasado, se atrevieran a llevarlo a escena, el gobierno lo subvencionaría encantado, al igual que el teatro. Más aun, lo financiaría exultante, puesto que se trataría de realizar algo genuino, oportuno y de extraordinario alcance histórico, en aquellos edificios «que son la expresión más alta y más original del genio de Francia», es decir, las catedrales.

Los snobs, escribía Proust, al igual que viajan al santuario operístico wagneriano de Bayreuth, irían entusiasmados a Amiens, Chartres, Bourges, Laon, Reims, Beauvais, Rouen y París, para disfrutar de los sagrados ritos, ejecutados por actores, en los lugares para los que aquellos fueron creados.

Lo que sucedería, sin embargo, es que lo que practicasen los actores no sería otra cosa que diletantismo. Estarían imbuidos de los textos, sí, pero carentes del alma de antaño, mientras que el clero y el pueblo, los arquitectos, los vidrieros, los emplomadores, los escultores, los pintores, los capataces, los albañiles, los canteros, los herreros, los carpinteros, los carreteros, los campaneros y cuantos participaron en la construcción, el sostenimiento y el engrandecimiento de las catedrales, todos ellos “creían”.

Marcel Proust pronosticaba en aquel artículo que cuando las catedrales pasasen a manos del Estado, quedarían secularizadas y destinadas a los más variados usos laicos. Lo que no llegó a imaginar es que, en Francia, se incendiaría una cada diez años a causa de la incuria estatal, según ha declarado Édouard de Lamaze, presidente del Observatorio del Patrimonio Religioso de Francia. Las últimas, Notre-Dame de París y la de Nantes.

«Cuando ya no se celebre en las iglesias el sacrificio de la carne y de la sangre de Cristo, ya no habrá en ellas vida. La liturgia católica forma una unidad con la arquitectura y la escultura de nuestras catedrales, pues aquélla y éstas se derivan de un mismo simbolismo», escribió, lamentándose, el autor de “En busca del tiempo perdido”.

No hacía falta que lo dijera Proust. Los cantos, el órgano, los cirios, el incienso, las estatuas, los vitrales, las columnas, las molduras, las nervaturas, las cenefas, las rejerías, los retablos, los relieves, las inscripciones, las sillerías, los remates, los dorados, los plateados, las puertas, los reflejos de la luz solar, las baldosas ajedrezadas, las vestiduras, las plegarias, los salmos, las procesiones, las gradas, la oratoria, el silencio, el arcano … ¡Qué belleza!

Y es que las catedrales son de gran significación para las sociedades que se desarrollaron en torno a ellas. En las ciudades en las que hay una, ésta señala a toda la ciudadanía que deambula y se arrebuja bajo su maravillosa mole en qué consiste la excelencia de la obra bien hecha, empujada hacia arriba por la fe de quienes la proyectaron, diseñaron y alzaron; manufacturada en unidades de tiempo que duran, en la que menos, cien años; erigida en emblema del tesón, la perseverancia y la confianza en el futuro de las generaciones, una detrás de otra, hasta cinco o seis, que la casi concluyeron, porque una catedral no puede darse nunca por finalizada del todo.

No es extraño, pues, que el concepto “pensamiento catedral” (cathedral thinking) se haya originado a la vista de tan fenomenales construcciones. Ellas representan lo contrario del cortoplacismo, fueron creadas para el disfrute de las generaciones que no conocieron su comienzo, se desarrollaron armonizando en sí, a instancias de la religión, todos los saberes y no cesan de proclamar ante los siglos que, para ser bien, ha de ser el espíritu el que tire de la materia y no al revés.

En ellas resplandecen la fe, la inteligencia, la clarividencia, el buen gusto, la imaginación, la técnica, la economía y el deseo de hacer algo que perdure en el futuro. Y después de leer el libro “The Good Ancestor” (el buen antepasado), del australiano Roman Krznaric, uno se pregunta: ¿seré yo un buen antepasado para quienes me sucedan en el tiempo y en las tareas?

El teólogo Dietrich Bonhoeffer decía que la cuestión última que una persona responsable ha de plantearse no es la de cómo se las va a arreglar para resolver, de la mejor forma posible, el asunto que trae entre manos, sino la de cómo será la vida de la generación que viene a continuación de la suya.

Y en este tiempo nuestro, que discurre entre incertidumbres, emprender acciones audaces que se espera que den frutos en un futuro, ya próximo, ya remoto, es algo que reclaman las personas del mañana, que han de seguir haciendo crecer la magna catedral, incoada anteayer, de la fe religiosa, de la confianza inteligente y del amor que todo lo dignifica, embellece y humaniza.

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