La Nueva España

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Intrusos en el paraíso

En las altas praderías que se extienden en las faldas del gran cordal, a las que se llega por una pista restringida a vehículos autorizados, el caminante gozaba tras la subida, desde un observatorio a media altura, del sol de abril, el plácido paisaje, los juegos de las nubecillas, la feliz vida allí de los caballos y el canto de los pájaros, disfrutando de un latifundio vacío de humanos. La irrupción por la parte baja de una ruidosa escuadra de seis motoristas de montaña, que durante largo rato fue recorriendo los altibajos de las praderías, no consumió su stock de paz, pero le entristeció que los de la tropa ni tuvieran a su alcance aquel inmenso capital de belleza y armonía ni noticia tal vez de su existencia. Los vio pararse un rato como a un kilómetro, quitándose el casco, e imaginó lo que alguno diría: “Qué bonito, parece una postal”. Luego volvieron a arrancar motores y tapines.

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