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Xuan Xosé Sánchez Vicente

Jauja y maná

El origen de las ayudas gubernamentales

Les parres dan-yos vinu a cantaraes, / son la fruta más ruin melocotones…

Es seguro que ustedes, como yo, llevarán más o menos la cuenta: a fin de paliar las pérdidas ocasionadas por la pandemia se han dispuesto subvenciones para muchos tipos de actividades: hostelería, autónomos, comercios, hoteles… Se conceden ayudas para que las empresas suspendan temporalmente el empleo, los ayuntamientos conceden bonos para gastos o para la vivienda… Pero esa panoplia inicial ha dejado fuera a muchos otros grupos, compuestos por un mayor o menor número de personas. Un día tras otro, nuevos colectivos presentan sus quejas o reclamaciones. Y así, hoy aparecen los dueños y los artistas de circo, mañana, los de las discotecas, pasado, los vendedores ambulantes; protestan los propietarios de dehesas; banderilleros, picadores y mozos de espadas se quejan “del abandono político”; los negocios de souvenirs, los guías turísticos, las agencias y los transportes ligados a los viajes de recreo colocan también su estandarte reclamador en la plaza, y, del mismo modo, un largo etcétera.

No seré yo quien censure su derecho a pedir ayudas, ni, desde luego, quien dude de su necesidad. Lo que me llama la atención es otra cosa, que nadie o casi nadie se pregunte –ya no entre los reclamantes, sino entre la ciudadanía en general– de dónde va a salir el dinero para todo ello, ni se moleste en hacer un cálculo por encima del monto conjunto.

Pero esa despreocupación por las fuentes del dinero no se da únicamente entre los sufridores directos e inmediatos de la pandemia o con respecto a sus exigencias. Ocurre lo mismo con las demandas que se requieren desde todo tipo de grupos. Las asociaciones de padres piden multiplicar los profesores; las de vecinos, que todos los ambulatorios abran todas las tardes; no hay concejo que no reclame que se repare y acondicione un edificio o monumento y se lo dote de utilidad (esto es, que se lo llene de personas que cobran del erario público), petición que, habitualmente, viene avalada por un sesudo profesor universitario; algún partido político pide que la televisión en los hospitales sea gratuita; la justicia (que se pretende sea electrónica y telemática) reclama que se sustituya todo su obsoleto equipamiento (y pregunten ustedes en la Administración general). Son solo algunos ejemplos. Podrían multiplicarse.

Y están después las demandas, digamos estructurales, que suelen explicitar una comparación con el nivel de gasto (si quieren, de inversión) de otras naciones. Así, España debería pasar de invertir en sanidad el 6,3% anual al 7,2 % (10.783 millones de incremento) del PIB; un grupo de trabajo que asesora al Gobierno en materias científicas invita a elevar el gasto público en investigación, tecnología e innovación al 3%, desde el 1,25 actual. (Es cierto que nadie ha pedido que cumplamos con nuestro compromiso con la OTAN de tener un gasto militar del 2% del PIB para el 2024 —somos los últimos, en ese renglón, de todos los aliados—). Evidentemente, una mínima reflexión obligaría a concluir que o bien sube el PIB en esas proporciones sin que varíen las demás partidas, o bien esa subida porcentual ha de detraerse de otras. ¿De cuáles? ¡Ah! Eso no es cosa de los demandantes.

Parece, pues, que todo es posible, y que basta únicamente con exigirlo al Gobierno, como si el dinero (esto es, la riqueza), saliese del rabo del burru cagarriales del cuento, al que bastaba, según los engañosos vendedores de la feria, con levantarle la cola para que arrojase inversiones y puestos de trabajo, digo, reales de oro.

O, tal vez, lo que ocurre es que se abren los ojos para lo que se anhela y se cierran para ver la realidad, que es esta, tan desagradable: en este año tendremos un 8,4 de déficit, según la previsión del Gobierno; la deuda pública rozará el 120% del PIB; el déficit de las pensiones supera los 20.000 millones anuales; del paro para qué hablar.

Tal vez en la tierra de Jauja, o allá donde descendiese del cielo el maná, sería posible satisfacer tantas expectativas. Pero, sobre todo, lo que extraña es esa visión tuerta de la realidad.

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